De jintajáforas y astrabanes



Decía Beckett que un escritor debe crear su propia lengua. Supongo que no sólo se refería su voz auténtica, si no a su geografía particular de palabras-puerta,  voces recurrentes y sílabas caleidoscópicas que sirvieran a sus navegantes de mapa familiar y chimenea en el frío de los inviernos lectores. Su voz propia... su canto imprescindible y asombroso, y sin embargo lo suficientemente universal para estar en el museo de los escritores inmortales. Qué ardua y misteriosa tarea, pienso yo... 
¡Plim! Atrapo la palabra maravilla... y es difícil que signifique lo mismo para mí que para el otro. Y justo en esa reflexión, caigo en la existencia de esa forma de comunicarse con palabras que las transciende, que se genera, por ejemplo, entre los poetas como si fuera oxígeno y sólo es comprensible por los mortales con escafandra o traje de astronauta. Y escucho la música también, de caramelo, y una magia en espejo, y un eco que reverbera cuando leemos volcán y un agüilla que salpica cuando susurramos mariposa... las palabras me curan y me enferman desde que soy pequeña.

Ventinueve tesoros


¿Para qué preguntarnos si hay vida después de la muerte, 
si resulta que hay vida antes de la vida? 
Sí, es que no sabíamos que había estrellas nuevas en las pupilas,
y un agujero de gusano entre las tripas y el sueño,
y una pelota de juguete botando al ritmo de un twist.
En esta esquina misma hay una mariposa que habla chino,
y un gato con esmoquin y un lobo poetastro.
Allí, sobre la mesa, veintinueve tesoros,
un cigarrillo a medias y un ratón pequeñito.
Late en todas las cosas un suspiro,
porque todas las cosas saben lo que quiero,
llevo toda la vida sin ver que había esto,
desaprendiendo lenguas y colores para sobrevivir,
y ahora de repente tengo que aprender otra vez todo lo que ya sabía
Como los niños que olvidan respirar con la barriga, y cuando son mayores se hacen daño en la garganta al cantar: ¿por qué lo olvidamos? ¡si era perfecto! Era perfecto el idioma y el país, y el cohete, y la luna...
y de repente ya es por la mañana, 
porque todo lo que pasó había pasado antes,
y se levanta el toldo con su motorcillo
y al entrar en sol por la ventana...
llorar porque la certeza de la vida antes de la vida.



Juego

(Jugamos todos, con las palabras, sepamos o no escribir, son colores en un lienzo, son magia pura)

(Gertrudis)
 De hecho, hay un planeta, más acá, en el que uno puede dibujar o escribir todo lo mal o bien que le de la gana. Por ejemplo, si uno no sabe dibujar nada de nada, pues entonces garabatea, pero con gracia, con todo el cuerpo, garabatea y baila como si Pollock, Martha Graham, Marcel Marceau y Pina Bausch jugaran al corro de la patata. Y si uno no sabe escribir, pues coge palabras que le suenen bien, como mazapán, ciernes, almohada, tuétano y pirata, y se inventa una historia -que le guste al menos a un habitante del planeta-. Se dice que una vez, un visitante llegó a este planeta y escribió el relato más absurdo que se pueda imaginar, pero como le gustó a una señora viejita que hacía puzzles en la puerta de su casa violeta, se aceptó. De hecho, aquellas fueron precisamente las palabras que eligió (mazapán, ciernes, almohada, tuétano y pirata) y era más o menos así:

El día que nos quedamos sin mazapán, alguien propuso bajar a la tienda más cercana a comprarlo. Yo estoy cansado, dijo uno. Yo tengo sueño, dijo el otro. Yo no tengo dinero, dijo el de más allá. Pero el joven pirata, que sabía dormir todos los amaneceres, que sabía cómo avanzar por todos los caminos, cogió su cofrecillo de madera y se ofreció: yo bajaré a por mazapanes. Con su pata de palo recorrió el camino hasta la escalera, troc, troc, troc, y luego la bajó despacio, clack, clack, clack.
Al llegar a la tienda, un escalofrío de miedo le llegó hasta el tuétano: “No tenemos mazapán”- rezaba un cartel en la puerta-. Paralizado, pensó en qué podía comprar con sus doblones de oro que sustituyera el encargo... nada se le ocurría, y un hambre en ciernes se acoplaba en su costado. Temía el reproche al volver a casa sin su objetivo cumplido y que todo aquello que quería se desvaneciera en la noche de Tanabata. Visitó varios establecimientos cercanos, preguntó a ciertos vecinos, se acercó al parque de Gladys a ver si por casualidad... pero nada. No había mazapán en todo el barrio... Lo único que podía hacer era seguir preguntando a los habitantes de otros barrios, de otras ciudades, de otros países, en sus establecimientos, a sus vecinos, en los parques, a ver si por casualidad... pero nada. Continuó buscando a lo largo y ancho, convencido de que algún día, en alguna pequeña tiendita atendida por una señora gorda, hallaría el mazapán. Escaló una colina, construyó una cabaña, conoció a una princesa india y se enamoró, luchó contra un gran tiburón blanco, naufragó, encontró a una tortuga y la llamó Gertrudis, aprendió a hacer yoga, creció su tesoro, dió la vuelta al mundo, se volvió a enamorar, encontró un pez y lo llamó Giuseppe... y seguía buscando mazapanes.

Pasaron más de cuarenta años, y el viejo pirata se sintió cercano a la muerte. Su cuerpo, vacío de mazapán y lleno de historias, le detuvo en una manzana llena edificios de ladrillo marrón, y, al girar la esquina, vio un jardín lleno de geranios rosas y jazmines azules. Allí se quedó, justo frente a la puerta, mirando el pomo dorado que le separaba de la casa de la que había huido años atrás. Con sigilo, como para no despertar a nadie, entró, y al notar que estaba vacía, respiró aliviado. Nadie le regañaría por no traer el mazapán. Subió la escalera, clack, clack, clack, recorrió el camino hasta su cuarto, troc, troc, troc, se tumbo en la cama, y reposó suavemente su cabeza en la almohada.

El nombre de las cosas


JULIETA: ¿Qué es un nombre? No es pie, ni mano, ni brazo, ni semblante, ni pedazo alguno de la naturaleza humana... ¡Toma otro nombre! La rosa no dejaría de ser rosa ni de esparcir su aroma aunque tuviese otro nombre... Deja tu nombre Romeo, y cambio de tu nombre, que no es cosa alguna sustancial, toma mi alma. (Escena II, Acto II. Romeo y Julieta. Shakespeare)

ROMEO (fuma): Julie, existir es un poco ser nombrado... ¿sabes? Sí, soy Romeo, no puedo ser otra cosa... ¿Entiendes? No quiero tu alma. Es tuya. Tú eres Ju-lie-ta. Y te quiero así, nombrada por mí. Al nombrarte también te pongo alma: la que eres conmigo, aunque desde lejos..

JULIE (se suelta el pelo): Soy piel y carne y deseo y ojos y manos que te quieren coger y no te alcanzan... ¿No es eso existir? ¿No hay algo de nosotros que ES a pesar de nuestro nombre?

ROMEO: Sí, lo Es, y a la vez no puede serlo, y yo no puedo dejar de ser Romeo y lo que eso significa. Mi nombre es también la cerradura a través de la que me espías...

JULIE: ¡Pero estás! Te estoy viendo desde el balcón y eres tú. Y no eres Romeo, eres mi amor. Que sube y sube..

ROMEO: No puedo subir, Julie, no puedo, demasiado arriba, demasiado alto, demasiado lejos...

JULIE: ¡Vete si quieres! Vete a donde no pueda verte, da igual... seguirías aquí, ¿sabes? En tu ausencia estarías tanto, tanto...

ROMEO: ¿Puede ser? ¿Puedo no estar y estar? ¿se puede ser deseo y ser hastío? ¿se puede ser música y silencio? ¿se puede ser luz y oscuridad?

JULIE: Se puede. Sin la luz no existiría la oscuridad... Lo uno sin lo otro no tiene sentido, pierde su definición. Mientras estés en cualquier otro sitio, no estarás aquí. Si faltas de este lugar en el que “no estás”, tu ausencia es una suerte de presencia.

ROMEO: Así que como sea, siempre voy a estar contigo...

JULIE: Siempre. De extrañarte, haré del pensamiento tu cuerpo.

ROMEO: Entonces no hay prisa, Julie, déjame buscar una escalera.

JULIE: ¡Ah, Romeo! ¿Por qué pensamos tanto? ¿Por qué no hacemos la escena como la escribió Shakespeare?

ROMEO: Porque acabamos muertos. Y yo, en esta versión, prefiero vivir la vida contigo.

Microrrelato Lobo


Y el lobo aullaba a la luna, y nadie sabía por qué. Hasta que descubrieron que en la luna había otro lobo aullándole a la tierra. 


Desde donde se escribe...






Como una Sioux, mando señales de humo a través de mi ventana. Nadie escucha. O nadie entiende. O no consigo dibujar bien con mi boca. Una estirada -e se abre camino entre tiestos y ropa hasta la aurora. Una -l sensual grita ¡que estoy aquí! más allá de los cables. Por la azotea cruza otra -e despistada y una -n, confusa, baja al patio y rebota con los ladridos de los perros… por fin algo concreto se dibuja sobre la pared blanca: “Elena estuvo aquí”.


Cuando era una niña escribí en una hoja una declaración de intenciones vital, enrollé el papel y lo escondí entre dos ladrillos de la terraza. Probablemente siga allí, en Antonia Ruiz Soro, con los mil secretos aguardando existir. Mientras crecemos nos vamos escribiendo a nosotros mismos contratos, testamentos, mandamientos y hasta mapas…  y los vamos escondiendo en los ladrillos de cada casa, cuerpo o sueño que habitamos. Creemos saber así qué es lo correcto, sin querer reconocer se tambalea el plan que de niños locos, adolescentes tímidos, veinteañeros revolucionarios o tengocasitreintaañosyahoraqué nos establecemos. Dependemos tanto de lo que queríamos ser que si no lo somos parece que nos hemos traicionado. Y sin embargo ahí estamos, dejando tatuadas las paredes a punto de caer, y llenando de graffitis las pieles que no lo pidieron, arrasando al pasar con nuestras dudas y miedos por encima del tiempo.

Por eso escribo hoy, porque ya sé desde donde escribo yo, Elena. Desde la inconstancia, desde lo inconexo, desde lo inconsistente, desde lo inconsciente, desde ese sitio que es lo único que no planificas: tú.

How to forget Madrid in ten days


Las nubes desde el avión parecen tan sólidas como el muro de Berlín. Parece que puedas abrir sin más la ventanilla y saltar de un brinco sobre el cielo, sin miedo a caer. Ni siquiera temes que te falte en oxígeno, o que los rayos del sol te abrasen nada más tocar tu piel: la imagen es tan pura que no hay peligro de muerte. Caminarías tranquilo sobre mar blanco que extiende de punta a punta de la tierra, como las ardillas cruzaban el país de rama en rama de árbol antes de que el hombre fuera tan destructivo. Te mojarías los pies de agua condensada, y sentirías la lluvia caer allá abajo, sobre el suelo que tan lejos queda de tu nuevo mapa del mundo. Construirías sin apenas esfuerzo un sillón de azúcar donde dejar dormir tu pensamiento, y te cubrirías las piernas con un manto de nieve antes de oír la frecuencia de tus sueños.

Es entonces cuando llegas. Con el firme propósito de olvidar el cielo de Madrid, su asfalto ardiendo y sus cervezas frías. En Berlín el cielo es un poco más gris, el asfalto está lleno de bicicletas y la cerveza se sirve del tiempo. Un ciudad llena de historia y contradicciones, viva y antigua, coloreada de graffitis, con música sonando por todas partes y lugares extraños donde perderse un día entero. Pasan diez días y parece que Madrid está a más de 3.000 kilómetros, parece fácil olvidarlo desde la caravana azul escondida en el bosque, pero resulta imposible.

Da igual cuál sea el nuevo mapa del mundo, recovecos imposibles, cimas inalcanzables. Saltar de nube en nube no es tan sencillo como en el sueño del avión, pero parecía tan real… Aún así me mudo. No olvido Madrid, volveré a Berlín, pero desde hoy me declaro habitante de las nubes. Para poder comerlas abriendo mucho la boca, para poder volar sin alas y escaparme, para hacer un castillo con ladrillos de agua, y un lago donde bailar con los cisnes efímeros, para amasar un pan de aire de leche y cocinar vapor de nata, cantar sobre la lluvia y no bajo ella, contar cuentos subida en un avión que se convierte en rana, reírme revolcándome en las sábanas blancas de este nuevo país que me he inventado, que me voy inventando según crezco, según sigo subiendo cielo arriba y me pierdo en la luna y me vuelvo de hielo.