Shhh...

Quizá sólo una vez fuiste silencio,

silencio de dormidas multitudes,

cuando como una ráfaga sacudes

el alma que devota arranca un beso.



Lola frunce el ceño en su rincón, "¿Poemitas a estas alturas?" No, Lola, es algo que escribí de adolescente y ahora he recordado, por el silencio que escucho en mi nueva habitación, estupendo para grabar nuestros libros.

Antes sí escribía poesía. Ahora ya no, se me ha olvidado. Cuando tenía ocho años escribí una poesía en la que todo rimaba con -ina y -arte, y otra en la que prometía a mi amor infantil subir al Sol a buscarle aunque me quemase en el intento. Era muy romántica de niña.

Esta del silencio surgió una noche del verano de mis dieciséis, cuando entre la multitud, un silencio resonó más alto que la música de la orquesta. Es curioso lo silenciosa que puede resultar la pasión, la más ardiente, la más inquieta... esa pasión es un enorme silencio. Qué divertido era tener una década y poco y contener la pasión en un suspiro, hasta que un beso te devolvía al mundo de los mortales.

No sé por qué el silencio de esta noche me ha llevado a las pasiones y los besos de entonces, cuando todo era nuevo, cuando nada tenía miedo, cuando nadie tenía sentido. Pero ahí estoy, pensando cuántas veces me mordí los labios para no gritar, cuantas veces me ahogué, como dice Córtazar, en un breve y terrible absober simultanéo del aliento, cuántas veces, como star crossed lovers de Cinema Paradiso, me confundí con las sombras para susurrar "te deseo".

Quizá esto no es algo que debiera publicar (no es serio, no es chic, no es inteligente) quizá debería guardarlo en borradores y olvidarlo, pero me da tanta pena que Lola se pierda el poema de cuando tenía ocho años...

Eh, Lola, ¡Lola! (Está a lo suyo, pensando en su adolescencia, supongo, con la mirada perdida en un ardiente silencio). El fragmento que recuerdo decía así:


Te veo en todas partes,

hasta en las obras de arte,

en la pared blanquecina

y en mis manos llenas de harina...


Ah, ¡me acabo de acordar de un par de versos más!


Tu sonrisa me tiene presa

¡y no puedo comer mayonesa!

Monstruitos


Hoy he dejado a Lola en su terrario y he salido a trabajar fuera, con los niños. Esos pequeños monstruitos son como una inyección de vitalidad, te obligan a ver el mundo desde su perspectiva, y esa panorámica es inmensa. Pasar con ellos unas horas es como subir a la cima de una altísima montaña, agotador, pero muy satisfactorio.

Son los seres más inteligentes y sorprendentes que conozco, divertidos, ocurrentes, locuaces, ingeniosos… nada de lo que veas después puede sorprenderte tanto como la respuesta de un niño. Siempre cuento lo mismo cuando hablo de su inteligencia, aquella vez que mi primo Raúl, con cuatro o cinco años, me preguntó a dónde van las personas cuando “se rompen como los juguetes”.

Yo, queriendo no presionarle en sus creencias, le respondí que cada cuál va donde quiere, que hay quien va al cielo, pero también quien acaba en un bosque, en el desierto, en la luna o en ninguna parte. Con sus enormes ojos azules me preguntó “¿Y tú dónde irás cuando te rompas?” “Al mar”, le respondí yo. “Pues yo cuando me rompa iré al río, y así al llegar al mar me encontraré contigo”.

Llevo sólo un mes dando clases de teatro a mis inteligentes monstruos -que lloran, gritan, se pelean y corretean sin parar por el aula- y ya les adoro. No sé si yo sirvo para enseñarles algo, pero ellos desde luego sirven para enseñarme a mí. Saben cuando estás mal, cuando estás alegre o melancólica, saben hacer reír y saben retarte en duelo a muerte, saben crear y saben imaginar mejor que tú, son todo lo que les pidan que sean: actores, policías, locos, inventores, caperucitas y coches de carreras. Puede que a veces este trabajo te supere, otras veces te sientes una persona realmente afortunada por poder compartir unos meses de tu vida con gente capaz de preguntarte aún “¿Y tú, qué quieres ser cuando seas mayor?”

Yo quiero seguir siendo lo que soy. Y quiero escribir. Y quiero hacer teatro para quien realmente lo necesite. Y quiero ir a la luna y volver cargada de piedras de meteorito que saben a fresa para regalárselas a los monstruitos.

Memoria Verata

¿Has visto los periódicos últimamente Lola? Ya sé que tú no acostumbras, pero si los leyeras verías que están exhumando fosas comunes de la Guerra Civil. La gente necesita encontrar a sus muertos, y honrarlos, y olvidar para recordar, supongo.
Ahora están buscando una en Villanueva de la Vera, cerca del pueblo en el que nació mi abuelo. Dice mi abuelo que en nuestro pueblo también hay una fosa común, pero de la posguerra, que parece aún más doloroso, más fuera de lugar (si cabe).
Es algo que todo el pueblo sabe desde hace 70 años, pero, aún hoy, nadie comenta. Es increíble que el miedo pueda sobrevivir 70 años. El miedo vive más que algunas personas; es más, se hereda, generación tras generación, para impedirnos ser libres.
Se supone -según esa gente que lo sabe pero ha olvidado ya quien se lo dijo, ni por qué, ni cuándo- que está cerca de la Garganta, cerca de las pozas en las que he pasado mi infancia a chapuzones.
Así que Lola, el miedo habita desde hace años en el mismo lugar que esa inocencia. En algún vado del río, entre roca y roca con forma de dinosaurio o de corazón, entre la tierra con la que construir castillos, y las zarzas llenas de moras que recoger en Septiembre, allí están escondidas esas mujeres (eran mujeres, dicen), esperando pacientemente 70 años a que uno de esos niños que juegan en la orilla conmigo crezca, y se haga un hombre o una mujer, y tenga principios, y pida justicia, y reclame su paz, y exija saber, y grite que alguien debería haber hecho algo hace mucho tiempo.

El amor en los tiempos de...


Hay una pareja de ancianos tumbada sobre un colchón. Respiran despacio en una habitación pequeña y oscura, es el piso bajo de una calle céntrica de Bagdad. Se están mirando a los ojos mientras él reza bajito una oración. Ella no cree en Allah, ni en ningún dios, por eso, mientras su marido reza, le dice, también en susurros, cuánto lo ha amado. En cuarenta años de matrimonio, nunca le ha dicho “Te quiero” y no porque no lo sintiera. Ahora, se abraza, con las pocas fuerzas que le quedan, a la ancha espalda de obrero de su hombre. “Lo único que me duele”, le dice tras un largo silencio, “es morir sabiendo que pude luchar y nunca lo hice”.
Como ahora, el matrimonio se ha alejado siempre de cualquier conflicto, grande o pequeño, al margen de todo cuanto sucedía en el mundo, viviendo sólo el uno para el otro. “Si tuviéramos hijos, ellos lucharían” le dice él. Ninguno sabe qué es lo que ha ocurrido en su pequeño mundo; a pesar de intentar ser felices en su burbuja de cristal, el país se ha ido destruyendo poco a poco hasta alcanzarles de pleno a ellos. “No pudiste luchar, mi amor, porque nadie puede”. Saben, el fondo de su alma, que nada ni nadie hubiera podido impedir que todo acabara mal.
Saben, que amarse ha sido la única manera de vivir y que ahora es su única manera de morir; por eso, encerrados en su cuarto de siglos, esperan que la vejez les mate antes que las bombas y que, quizás, en otra vida, tengan la suerte de nacer en el lado vencedor del mundo.

Ella y Él


Ella: No sé.
Él: No sé.
Ella: Te quiero.
Él: Tengo miedo.
Ella: Tengo frío.
Él: Te quiero.
Ella: Te odio.
Él: Estás loca.
Ella: Estás precioso.
Él: Nunca conocí a nadie como tú.
Ella: Nunca me he enamorado.
Él: Mientes.
Ella: Dudas.
Él: Pienso.
Ella: Yo siento.
Él: Yo también.
Ella: Mientes.
Él: Me duele.
Ella: ¿Sentir?
Él: Mentir.
Ella: ¿Mientes?
Él: Dudo.
Ella: Yo también.
Él: No sé.
Ella: No sé.

(a ti)

Dos balas


Cuadro de Agustín Batista


¿Sabes una cosa? Te lo voy a contar, Lola, aunque no te guste oírlo: cada año se fabrican en el mundo dos balas por cada habitante del planeta. Y cada minuto una persona muere víctima de la violencia armada.
Amnistía Internacional me manda un mail para que pida a mi gobierno que apoye la elaboración de un Tratado Internacional sobre Comercio de Armas en la Asamblea General de Naciones Unidas. Yo les contesto, y apoyo lo que sea que haya que apoyar, y espero que así lo haga el país en el que vivo (sin armas). Pero me he quedadado clavada ahí, en la primera frase, en esas dos balas, mis dos balas, una de las cuales habrá de matar a alguien alguna vez.
No quiero sentirme responsable de ellas, pero el hecho es que lo soy, aunque en mi país no se lleven armas por la calle, se fabrican armas, como en cientos de países desarrollados del mundo. Y eso es lo irónico, no se usan aquí, se usan en otra parte. En ese país de muy muy lejano donde nos da igual lo muy muy malo que ocurre, o al menos eso parece.
Son mis dos balas, es así, sea de un modo u otro me corresponden, son mis impuestos, o mis compras, son mis tasas, mis derroches, o mis necesidades, pero son mías. En justicia me pertenecen: quiero esas dos malditas balas, Lola, y hacer lo que me parezca con ellas. Una para dispararla contra las fronteras y que estallen en pedazos todos los muros y la otra para dibujar en el cielo una estela en la que se lea: hijos de puta, devolvednos todo lo que es nuestro.

Tortillas


Mira Lola, cuando te sientes desencantada con el mundo, ¡no hay nada como cocinar una tortilla de patata y reconciliarse con la humanidad!
Me gustaría saber qué hace la gente para animarse, es una curiosa parte de la personalidad...

Yo, cuando no me siento a gusto, cuando no me encuentro, cuando nisiquiera un buen amigo me puede ayudar porque el problema está demasiado profundo, entonces cocino. Me invento recetas maravillosas, indago en el armario y en la nevera en busca de los ingredientes mágicos, me pongo un vestido de verano y comienzo mi aventura culinaria.

No es que yo sea una gran cocinera -aunque suelo hacerlo a diario, pero le llamo “hacer la comida”, que no es lo mismo que cocinar-. Cocinar es como preparar una obra de teatro, me entusiasmo planeando el espectáculo, para mí o para quien sea el afortunado que me acompañe (afortunado si mi experimento sale bien). Porque a mi no me gusta seguir las recetas de la abuela, ni las de Simone Ortega; a mí me gusta jugar... Y por eso se me quitan las penas, porque juego, construyo un delicioso plato (o al menos un original plato), de la nada, de lo crudo, de lo soso. Soy la bruja de la taberna, el hada del amor... Hay que enamorarse de la carne cruda, de las hojas de lechuga, de la pimienta, incluso del pescado congelado; nada que cocines saldrá bien si no lo haces con mucho amor. Con tanto amor, tanto olor, tanto juego, con la inevitable compañía del que al final degusta mi plato ¿Quién no se alegra un poco?

Llevo años diciendo que al final, por muchas vueltas que le des a las cosas, toda la vida se resume en una tortilla de patata.

El atlas

... aquella tarde me desperté de golpe, sudando y con un único pensamiento en la cabeza, comprobar si Kingsbridge, la ciudad donde se desarrolla Los pilares de la tierra de Ken Follet, existía. Lo cierto es que es una obsesión que me acompaña desde mis más tierna infancia; no se trata del cariño que le haya cogido al lugar literario, ni a sus personajes (puede incluso que no me guste el libro que escogí), simplemente necesito encontrar en el atlas las ciudades y pueblos de los libros que leo.

Naturalmente casi nunca los hallo; o son demasiado pequeños, como Kingsbridge, y no salen en los mapas; o “desaparecieron” antes de que nadie los incluyera en uno, como Macondo; o, y estos son los peores, nunca existieron, es decir, proceden de la imaginación del escritor.


Hay otros lugares deliciosos: los que disfrutas aún más porque ya conoces, como el Madrid de Dos mujeres en Praga o Londres en Las aventuras de Sherlock Holmes. Me gustaría (aunque dudo que lo consiga) leerme Ulises de J. Joyce sólo por este motivo; porque sé que cuando hable de Grafton Street o Trinity College yo tendré una visión real y casi física del lugar, que quien no conoce Dublín tendrá que imaginar.

Desconozco el motivo de esta obsesión literaria, pero lo cierto es que tengo una clara sensación de alivio cuando el lugar en cuestión aparece en el atlas; qué placer experimenté cuando, a pesar de no hallar Macondo, pude leer claramente “La Ciénaga” en el mapa de Colombia, junto a Riohacha o el río Magdalena de otras novelas de García Márquez; o cuando encontré la extraña ciudad de Christania donde deambulaba el personaje de Hambre.

Me da la sensación de que con una gran lupa podría observarles caminar por las calles, moverse y hablar con los vecinos, incluso ver con un microscopio gigante esas cosas tan interesantes que los escritores no escriben, pero nosotros los lectores sabemos que los personajes hacen... Todavía recuerdo la sensación de ingravidez al descubrir que Lúmbanico, el planeta cúbico, donde vivía aventuras extraordinarias con once años, no era real. La zozobra de la irrealidad me persiguió unos días, hasta que descubrí un truco infalible al que todavía recurro y dibujé un mapa detallado de Lúmbanico.

Creo que es este mismo motivo, el hacer la realidad del libro algo tangible más allá de las palabras, el que impulsa a algunos autores a incluir mapas de sus lugares literarios en la primera o la última página del libro, véase sino la Tierra Media de El Señor de los anillos. Parece que lo físico, casi diría lo científico de un Atlas, aporta cierta seguridad o la certeza de que lo leído va a durar para siempre, que la gente literaria sigue teniendo vida en sus lugares literarios, mejor aún si son lugares reales, más allá de mi lectura, limitada a mi tiempo y a mi espacio.

He de hacer, además una confesión: he hablado con casi todos los personajes de lo libros que he leído; asistí al entierro de Amaranta y, me avergüenzo haber tenido algún sueño erótico con Horacio Oliveira, he compartido consejos con Yerma, y, bueno, ayudé a cometer asesinatos y más de una revolución. Todo esto no lo puedo demostrar, como demuestra el Atlas que existe Paris, Argel, Lima, o Nueva York.

Después de tantos años, ya no sé si mi obsesión es que el lugar literario sea real, o que mi realidad se confunda con la literatura para sentirme siempre viviendo las mil vidas de cada página mecanografiada a doble espacio.
Revindico desde aquí que se incluya Macondo en el mapa de Colombia.

Lola se queda sola


Lola está triste.
Sabe que me voy pronto
y me mira con esa cara suya de lechón
-o cordero degollado, que es más universal-,
sólo las iguanas como ella pueden poner cara de
mamífero.
Sé que va a echar de menos nuestras tardes:
Lola, yo y las historias que grabamos juntas
frente a este micrófono.

A veces lo pienso,
pienso en la persona que
luego escucha estos libros,
los que locuto mientras Lola escucha.
En realidad los leo para Lola, no para él o ella.
En realidad para esta iguana soy alguien,
para los invidentes soy "la voz de alguien".
No es lo mismo.
Es como salir en la tele,
para la gente no eres alguien,

eres "la imagen de alguien".

Y a mí me gusta ser quien soy, me gusta lo que hago, me gusta la gente que me rodea, me gusta esta ciudad, me gusta Octubre.

No quiero ser una voz, no quiero ser una imagen, no quiero ser una talla, no quiero ser una foto, no quiero ser una adjetivo, no quiero ser un número en la cola, no quiero ser una letra en una lista.. nada de sucedáneos, sólo quiero seguir siendo lo que soy.

Por eso, nena, te vienes conmigo al nuevo piso, porque eres auténtica, real y tangible como los cuentos. Eres mi invención y yo soy tu creación. Sin ti no hay Tardes de la iguana, eres mi interlocutor, mi amiga, mi mentira. Gracias Lola por cada gesto desde el terrario, por tus silencios elocuentes, por tu presencia inabarcable. Creo que no sé tener un blog (esto ya es metablogismo, pero stargidiamú). No sé escribir, nunca jamás he sabido. He "hecho que sabía", como tantas otras cosas. Pero la pura verdad es que no tengo ni la más remota idea de escribir bien, Lola.

Por eso... seguiré haciéndolo.

Las cosas de Lola

...cuando volví de vacaciones Lola estaba inmóvil en su rincón. Me acerqué sigilosa y me sorprendió ver una hoja mordisqueada sobre su comedero. Una hoja manuscrita por alguien que no era yo. Metí la mano por detrás del cristal y la saqué, curiosa. Lola me miró de reojo. No sé si lo imaginé, pero creo que sonrió, torciendo el morro. Encontré una historia de verano en el terrario de Lola:





El ambiente está cargado del perfume de los lirios y las adelfas del parque, mezclado con el sudor y el olor a fuego impregnado en las camisas de hombres y mujeres. El pelo de todos esta teñido de rojo y revuelto por los saltos locos y borrachos sobre la hoguera. Las voces resuenan por todo el pueblo, graves y felices, quemando los malos sueños con la poesía ebria de los amantes. El humo filtra todo como el espesor de un sueño o de un amanecer londinense, confundiendo en las mentes noctámbulas la realidad con los deseos.
El instante rojo, libre y desorbitado en que tú cruzas por delante de mí parece eterno. Parece que vayas a estar toda la vida delante de mí, con la camisa abierta, sudando como anticipo del baño de sal sobre una alfombra de hierba cualquiera, despeinado como antesala de mis caricias.
Pero no es que ese instante se congele, es más bien que esa libertad roja en órbita inalcanzable se expande, se abre, se difunde, se invade a sí misma de modo que resulta ser el todo de la existencia.
Cruzas por delante de mí. Y comienza mi noche de San Juan, en ese ambiente infernal lleno de pasiones en potencia...

La primera palabra que sorbo de tu boca se funde en mis oídos como chocolate; no sé si es grave o aguda, si hablaste rápido o despacio, si tartamudeaste, si torciste el labio en la letra ese o si tenías los labios cortados de beber cerveza fría y fumar cigarrillos de liar, pero mi oído es sensible a ti como el mejor de los stradivarius a la novena sinfonía de Mozart. “¿Bailas?”.
El roce de tu mano sobre mi hombro izquierdo, desnudado a la primera vuelta del baile, me provoca una especie de descarga eléctrica: unos cuantos miles de voltios recorren mi cuerpo como la traca de fin de fiestas; desde el hombro, a través de una clavícula candente, estallan fuegos artificiales en círculos alrededor del pecho, serpentean hacía el ombligo, regodeándose en las concavidades de mi pelvis, (esquivando juguetones aquello que tu mano predestina en mi hombro con su gesto sutil) se deslizan abrasando fémures, tarsos, metatarsos, muslos y tendones sonrojados, hasta que se me llena el cuerpo de colores vibrantes, que dibujan estrellas, tormentas, vientos, bosques, caballos... desbocados directamente a mi sexo.

Nadie se deslumbrará con la incandescencia en que me has convertido; la gente desapareció, se disolvió en la tierra mientras tú y yo trepábamos junto a las brasas de la hoguera, deshechas en polvo de madera, ligeras, pero aún ardiendo en su efímera existencia. El viento de la noche de San Juan nos arrastra en caprichosas corrientes de aire.
Las yemas de los dedos son cerillas a punto de encender, los pies se están cociendo, las lágrimas, el sudor, la sangre y las palabras hierven en inminente erupción por mis pupilas, por mis poros, por mi boca. Alcanzamos el cielo y volvemos a caer, justo sobre el fuego, a tiempo para estallar en mil pedazos ante la atónita mirada de los mortales.

Joder Lola.

El condensador de Fluzo

Estoy escribiendo un obituario -algo que no había hecho hasta ahora-y resulta bastante extraño. Ademas de grabar, hago otras cosas, que no le gustan tanto a Lola pero que forman parte de mí; es mucho más aburrido para ella verme teclear silenciosa en el ordenador que oírme leer los libros sobre Samarcanda, sobre Alicia, de amantes, ladrones o historiadores medievales.

En realidad escribo dos obituarios, uno sobre Ana Saéz, una actriz secundaria de esas "de toda la vida", y otro sobre Juan Ramón Sánchez, un actor que, tras una larga carrera, abrió una sala alternativa, la
Sala Tribueñe, donde ahora mismo su viuda representa la obra "Por los ojos de Raquel Meller". Escribir sobre la muerte te hace pensar. No pensar sobre la muerte, sino sobre la vida. No creo que nadie sepa quién es Ana, pero la habéis visto mil veces en la televisión; y absolutamente todos habéis escuchado historias de la boca de Juan Ramón y de su mujer, Chelo Vivares.

Él era Chema, el panadero de Barrio Sesámo y Chelo se escondía debajo del traje anaranjado de Espinete. Yo soy una de esas niñas que veía
Barrio Sesámo, y la Bola de Cristal y Cajón Desastre... dile tú a esa niña que escriba sobre la muerte de Chema... Pero la medio-adulta que soy hace un esfuerzo por escribir sobre el actor, admirada doblemente, por el héroe infantil, y por el héroe profesional que abre otra sala de teatro en Madrid para contar sus propias historias. Nada. No sale nada, me levanto cada dos por tres, tomó café, como chocolate y me acuerdo de la canción de los trogloditas, que no sé porque está grabada en algún rincón importante -igual para recordarme que, así que pasen los siglos, seguimos siendo el mismo Homo Sapiens-. En una de estas voy al baño, a hacer pis -algo muy primitivo-.

Cuando me levanto de la taza me mareo lo suficiente para perder el equilibrio y darme un tremendo golpe en la cabeza contra el bidé. No sé si pierdo el sentido, pero lo primero que recuerdo es una sombra borrosa, un dibujo en mi mente que no alcanzo a enfocar... Poco a poco se va configurando, es una especie de Y griega brillante... ya lo tengo, es un
condensador de fluzo. Me levanto animada y corro al ordenador, las palabras salen de mis dedos como si fueran caballos desbocados, trotando sin parar hacia el infinito, donde las ideas se pueden cazar con arco y flecha.
A veces pasa, no sabes qué hacer, qué decir, qué escribir, y de repente... paf, aparece la idea, la solución, el motivo, todo es claro y transparente y luminoso y nada se interpone entre tú y la máquina del tiempo. Entre los años 8o y este inhumano siglo XXI, que cada vez tiene menos sitio para los locos, los inventores, los poetas y los niños, todavía hay unos cuantos héroes por los que seguir cantando.

Espera a que lo publiquen, Lola.

Alicia


Últimamente las tardes cunden bastante, y Lola y yo leemos (bueno yo leo y ella escucha) bastantes libros e historias increíbles. Hoy nos tocó un fragmento de Alicia en el país de las maravillas, inserto en un bonito libro de literatura para jóvenes.
"La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró con aire melancólico: después lo sumergió en su taza de té, y lo miró de nuevo. Pero no se le ocurrió nada mejor que decir y repitió su primera observación:
- Era mantequilla de la mejor, sabes.
Alicia había estado mirando por encima del hombro de la Liebre con bastante curiosidad.
- ¡Qué reloj más raro! -exclamó- ¡Señala el día del mes, y no señala la hora que es!
-¿Y por qué habría de hacerlo? -rezongó el Sombrerero-. ¿Señala tu reloj el año en que estamos?
-Claro que no -reconoció Alicia con prontitud- Pero esto es porque está tanto tiempo dentro del mismo año.
-Que es precisamente lo que le pasa al mio -dijo el Sombrerero.
Alicia quedó completamente desconcertada."
Antes de que Einstein publicara su teoria de la relatividad, Lewis Carroll ya escribía sobre ella. No es complarable la física con la literatura (¿o sí?), pero resulta revelador que, ahora, en el XIX o en 1905, los serecillos humanos nos preocupemos por las mismas cosas una y otra vez, una y otra vez... Resulta desconcertante que yo, como Alicia, me siga desconcertando ante la evidencia de la Liebre. Resulta reconfortante que a mi también me reconforte sumergir mi reloj en una taza de té bien caliente.