El atlas

... aquella tarde me desperté de golpe, sudando y con un único pensamiento en la cabeza, comprobar si Kingsbridge, la ciudad donde se desarrolla Los pilares de la tierra de Ken Follet, existía. Lo cierto es que es una obsesión que me acompaña desde mis más tierna infancia; no se trata del cariño que le haya cogido al lugar literario, ni a sus personajes (puede incluso que no me guste el libro que escogí), simplemente necesito encontrar en el atlas las ciudades y pueblos de los libros que leo.

Naturalmente casi nunca los hallo; o son demasiado pequeños, como Kingsbridge, y no salen en los mapas; o “desaparecieron” antes de que nadie los incluyera en uno, como Macondo; o, y estos son los peores, nunca existieron, es decir, proceden de la imaginación del escritor.


Hay otros lugares deliciosos: los que disfrutas aún más porque ya conoces, como el Madrid de Dos mujeres en Praga o Londres en Las aventuras de Sherlock Holmes. Me gustaría (aunque dudo que lo consiga) leerme Ulises de J. Joyce sólo por este motivo; porque sé que cuando hable de Grafton Street o Trinity College yo tendré una visión real y casi física del lugar, que quien no conoce Dublín tendrá que imaginar.

Desconozco el motivo de esta obsesión literaria, pero lo cierto es que tengo una clara sensación de alivio cuando el lugar en cuestión aparece en el atlas; qué placer experimenté cuando, a pesar de no hallar Macondo, pude leer claramente “La Ciénaga” en el mapa de Colombia, junto a Riohacha o el río Magdalena de otras novelas de García Márquez; o cuando encontré la extraña ciudad de Christania donde deambulaba el personaje de Hambre.

Me da la sensación de que con una gran lupa podría observarles caminar por las calles, moverse y hablar con los vecinos, incluso ver con un microscopio gigante esas cosas tan interesantes que los escritores no escriben, pero nosotros los lectores sabemos que los personajes hacen... Todavía recuerdo la sensación de ingravidez al descubrir que Lúmbanico, el planeta cúbico, donde vivía aventuras extraordinarias con once años, no era real. La zozobra de la irrealidad me persiguió unos días, hasta que descubrí un truco infalible al que todavía recurro y dibujé un mapa detallado de Lúmbanico.

Creo que es este mismo motivo, el hacer la realidad del libro algo tangible más allá de las palabras, el que impulsa a algunos autores a incluir mapas de sus lugares literarios en la primera o la última página del libro, véase sino la Tierra Media de El Señor de los anillos. Parece que lo físico, casi diría lo científico de un Atlas, aporta cierta seguridad o la certeza de que lo leído va a durar para siempre, que la gente literaria sigue teniendo vida en sus lugares literarios, mejor aún si son lugares reales, más allá de mi lectura, limitada a mi tiempo y a mi espacio.

He de hacer, además una confesión: he hablado con casi todos los personajes de lo libros que he leído; asistí al entierro de Amaranta y, me avergüenzo haber tenido algún sueño erótico con Horacio Oliveira, he compartido consejos con Yerma, y, bueno, ayudé a cometer asesinatos y más de una revolución. Todo esto no lo puedo demostrar, como demuestra el Atlas que existe Paris, Argel, Lima, o Nueva York.

Después de tantos años, ya no sé si mi obsesión es que el lugar literario sea real, o que mi realidad se confunda con la literatura para sentirme siempre viviendo las mil vidas de cada página mecanografiada a doble espacio.
Revindico desde aquí que se incluya Macondo en el mapa de Colombia.