Cosas que me gustan


Las iguanas


Las espirales


Un violín y un piano sonando juntos


Los jerseys de cuellos grandes


Las cajas de música


Los tranvias


Las escaleras de caracol


Las pérgolas para los músicos


Los laberintos de jardín


Los mercadillos


Las pajareras sin pájaros


Las ventanas


Los baúles de pirata


Los altillos de los bares


Las palomitas en el cine


El chocolate negro


Las camas con dosel


El café


Las caracolas


Los discos de vinilo


Los cuentos


Las cosas que no se sabe para que sirven


Las listas de cosas


Los etcéteras.

Karma

Para los fans de Earl, no hace falta explicación. Para los no fans... bueno, que algún fan lo explique mejor, pero se supone que todo lo que tu das a... ¿el universo? El ¿universo? te lo devuelve.
Hace poco -Lola, protestaste bastante porque dejé en tierra- me fui a Flandes y Bruselas de vacaciones -Bélgica está divida en tres partes, Flandes, Bruselas y Valonia, informa Álvaro Muñoz desde radio Defacqz-.

Flanders (me gusta más llamarlo así) es un lugar donde la gente emite buen karma, te dan indicaciones con una amabilidad desconocida, te dan bocadillos a un euro, se paran con su coche para que puedas terminar de hacer una foto... así que se puede decir que llegué cargadita del “toque Flanders” a los Madriles.
El mismo martes que salí de madrugada desde Bruselas volviendo a la dura realidad, estaba por la tarde esperando al autobús de San Agustín de Guadalix para ir a trabajar, cuando un apresurado madrileño rozó mi hombro dejando caer algo a su paso. Me agaché para recogerlo y ví, asombrada, que se trataba de dos billetes de cincuenta euros. Miré a mi alrededor para ver si era de alguno de los que estaban en la cola, y como no hicieron gesto alguno, deduje que se había caído del bolsillo del acelerado conejo blanco. Miré hacia donde se había ido, y, como Alicia, salí corriendo tras él por el oscuro túnel del intercambiador de Plaza Castilla. Al fin le alcancé y le tendí la mano. Él puso cara de “Madre mía, ¡se me habían caído los cien pavos!” y luego cara de “¿Me los estás devolviendo?”. Me dio las gracias atónito y volví corriendo en dirección contraria para no perder el autobús.
Eso fue lo que yo le dí al universo: cien euros.

¿Hubiese tenido ese instinto sino hubiera sido porque venía feliz de las vacaciones con Raúl y Álvaro, e influenciada por el llamado “toque Flanders”? El cóctel de la
cerveza belga, la emoción de viajar, las frites con sus salsas, la dulzura de Gante y Brujas, la desconexión del estrés urbano, la belleza escondida de Bruselas... ¿había generado en mí una nueva forma de hablarle al universo? Quiero decir con esto que todo nos cambia, que cada paso que damos, cada ciudad que conocemos, cada persona que nos guía por un camino y no otro, cada suspiro que damos al contemplar un amanecer... hace de nosotros personas distintas, capaces de entender más allá de sus propios ombligos.

Supongo que yo le estoy dando al universo un poco de mi recién estrenado “toque Flanders” porque el universo me regaló un viaje divertido y entrañable con la mejor de las compañías. Y lo que sigue es el indicio auténtico del karma. A la semana de volver de Bélgica buscaba un somier para mi nuevo colchón. Mirando en Segundamano encontré a una amable chica llamada Fabiola que regalaba el suyo – casi nuevo, de lamas finas de madera de haya, ergonómico, ajustable– por una mudanza. Ayer fui a recogerlo con mi padre y ya está en casa. Acabo de mirar en Google y ese somier cuesta unos doscientos euros.
El universo te da el doble de lo que le envías.

Pasado Pluscuamperfecto


Había ido a trabajar por la mañana en metro, quitándose los pelos de las cejas mientras un niño pequeño la miraba atónito. Los niños no entienden esas cosas, no entienden que nos quitemos pelos o nos pongamos cremas, atónitos escuchan hablar del trabajo y del dinero, para ellos todo es un presente continuo sin pretensiones.
Pero ella, decía, había ido a trabajar en metro, y a la salida había decidido hacer un viaje por la ciudad -ya que estaba allí desde hacía más de veinte años, quizá no era mala idea disfrutar del paisaje, de la luz y de la gente de Madrid-, primero había quedado con sus compañeros de la universidad, había paseado por La latina y tomado cañas y cafés hasta las ocho de la tarde, cuando la luz y los guiris se desvanecen de las calles del centro. Después había vuelto a su nueva casa, se había arreglado un poco y como nadie tenía guardia en el hospital, había podido salir a beber vino blanco y comer croquetas de bacalao en una taberna de Malasaña. Había mirando entonces con cariño aquel instante, queriendo congelarlo en su memoria para cuando los pequeños conflictos del día a día la preocupaban. Había recordado también, al acercarse a ese bar con los mejores mojitos de los dieciséis años, cuantas noches había pensado antes que Madrid era una ciudad divertida y emocionante donde podía pasar cualquier cosa. Echaba de menos el mar, echaba de menos un poco menos de egoísmo y prisas, hubiera echado a unos cuantos políticos que llevaban demasiados años allí, pero en el fondo esa ciudad, había concluido, era maravillosa.
Había viajado lejos (a Flandes últimamente, pero eso es otra historia) y había querido irse aún más lejos millones de veces, pero sabía que siempre volvería. Volvería para ver todos los parques con cumpleaños al atardecer y para poder hacer San Cucufato Armendáriz y encontrar sitio un domingo por la tarde en Lavapiés, y tomar cervezas en su barrio con su familia, e ir al parque a corretear y bajar el cocido de las tres, y darse besos con todos, y coger el último autobús demasiado acelerado con su muy mejor amiga.
Sabía que su ciudad no era una ciudad agradecida y por eso no se molestaba en defenderla, era su tierra como podía haber sido cualquier otra, pero nunca se preocupó en explicar a nadie lo genial que era. Se explicaba por sí misma: era una tierra de gente de todas partes donde en realidad nadie era de ningún sitio.

Aquí he vivido y por ahora, como uno que vive en la plaza de Tirso, aquí quiero quedarme.