Pasado Pluscuamperfecto


Había ido a trabajar por la mañana en metro, quitándose los pelos de las cejas mientras un niño pequeño la miraba atónito. Los niños no entienden esas cosas, no entienden que nos quitemos pelos o nos pongamos cremas, atónitos escuchan hablar del trabajo y del dinero, para ellos todo es un presente continuo sin pretensiones.
Pero ella, decía, había ido a trabajar en metro, y a la salida había decidido hacer un viaje por la ciudad -ya que estaba allí desde hacía más de veinte años, quizá no era mala idea disfrutar del paisaje, de la luz y de la gente de Madrid-, primero había quedado con sus compañeros de la universidad, había paseado por La latina y tomado cañas y cafés hasta las ocho de la tarde, cuando la luz y los guiris se desvanecen de las calles del centro. Después había vuelto a su nueva casa, se había arreglado un poco y como nadie tenía guardia en el hospital, había podido salir a beber vino blanco y comer croquetas de bacalao en una taberna de Malasaña. Había mirando entonces con cariño aquel instante, queriendo congelarlo en su memoria para cuando los pequeños conflictos del día a día la preocupaban. Había recordado también, al acercarse a ese bar con los mejores mojitos de los dieciséis años, cuantas noches había pensado antes que Madrid era una ciudad divertida y emocionante donde podía pasar cualquier cosa. Echaba de menos el mar, echaba de menos un poco menos de egoísmo y prisas, hubiera echado a unos cuantos políticos que llevaban demasiados años allí, pero en el fondo esa ciudad, había concluido, era maravillosa.
Había viajado lejos (a Flandes últimamente, pero eso es otra historia) y había querido irse aún más lejos millones de veces, pero sabía que siempre volvería. Volvería para ver todos los parques con cumpleaños al atardecer y para poder hacer San Cucufato Armendáriz y encontrar sitio un domingo por la tarde en Lavapiés, y tomar cervezas en su barrio con su familia, e ir al parque a corretear y bajar el cocido de las tres, y darse besos con todos, y coger el último autobús demasiado acelerado con su muy mejor amiga.
Sabía que su ciudad no era una ciudad agradecida y por eso no se molestaba en defenderla, era su tierra como podía haber sido cualquier otra, pero nunca se preocupó en explicar a nadie lo genial que era. Se explicaba por sí misma: era una tierra de gente de todas partes donde en realidad nadie era de ningún sitio.

Aquí he vivido y por ahora, como uno que vive en la plaza de Tirso, aquí quiero quedarme.