Fin de la huelga


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Stop. Detiene el reproductor. El ritmo de la voz retumba aún dentro de su cuerpo. El corazón le late al compás de las sílabas que pronuncia el lector del libro. Aunque ya ha acabado de escuchar todo el cuento, vuelve a poner el principio, recordando el momento en el que lo comenzó. Entonces no sabía lo intenso que sería ese viaje literario, ni tampoco sabía que esa primera frase se grabaría, quizá para siempre, en su memoria. Hidalgo, adarga, tiempo… su piel se erizó con cada palabra pronunciada de aquel modo hipnótico y supo que no podría dejar de escuchar, que llegaría hasta el final en aquella noche eterna en la que no durmió, en aquel día en que todo el alimento fue su voz.

Sonríe levemente, acariciando el aparato que contiene ese cuento. Había escuchado cientos de libros, leídos por todo tipo de voces. Pero nunca una como aquella. Hacía que su necesidad de escuchar las historias de la boca de otra persona fuese casi un privilegio. Siempre hubo alguien entre ella y el autor: irremediablemente una voz -bella, pero ajena- que modificaba la obra de arte transformándola a su pesar. Aquella voz, sin embargo, le pareció la única adecuada. Una voz profunda, firme y tierna. Pensó que, lanzada por un altavoz desde su ventana, sería capaz de provocar la revolución en la ciudad, o en el país, o en el mundo entero.

Toquetea el aparato buscando a Dulcinea en una frase. Play. Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Stop. Repite la frase otra vez, hasta notar de nuevo su corazón acelerarse. Nunca podrá verle, pero sólo oyéndole puede creer, confesar, afirmar, jurar y defender que lo ama. Necesita tocar el cuerpo en el que vibra esa voz, acariciar los rasgos del hombre que le habla en la oscuridad. Idealiza consciente al portador de esa voz absoluta. No es imposible, quizá improbable, pero no imposible. Encontrarle. Eso es todo. No piensa en lo difícil de la empresa, no alcanza a estimar la probabilidad de encontrar esa voz entre las miles o millones de voces de la ciudad. Simplemente coge la correa, se sujeta a su perra y sale a la calle. Ella es su fiel escudero, sus ojos y su cordura.