Apendicectomía


Me desperté sudorosa. Tan bruscamente que incluso Lola abrió uno de sus ojos rápidamente. El reloj marcaba las 4:40. Palpé la cicatriz en mi vientre y de golpe comprendí todo. Comprendí porque llevaba meses sin que salieran unas frases decentes de mi teclado, porque ya no podía leer, escribir o inventar canciones bajo la ducha. Me levanté de un brinco -uno pequeñito para que no se me saltaran los puntos-, me puse el mismo vestido verde que llevaba el día que me operaron, y cerré tras de mi la puerta con cuidado.

Cuando llegué al hospital todo estaba tranquilo, entré por la puerta de urgencias como si fuera a la sala de espera donde están los familiares de pacientes ingresados en los boxes, torcí a mi izquierda y subí al ascensor. "Sólo personal autorizado". Bien, yo me consideré autorizada. Por si acaso cogí una bata y me la coloqué encima. Puse cara de residente despistada y entre en la planta de cirugía por la puerta trasera. Un cirujano salió de una habitación dejando la puerta entreabierta y yo aproveché para colarme sin que nadie me viera. Una serie de estanterías y armarios recorrían la estancia: botecitos, jeringuillas, frascos y medicamentos ocupaban los estantes. Abrí un armario: "Para estudio clínico". Aja. Oí unos pasos que se acercaban por el pasillo justo mientras mis ojos se posaban sobre un tarro de cristal del tamaño de un bote de mermelada. "Apendicitis aguda flemonosa. Mujer 27 años." Agarré aquella pequeña salchicha en formol y salí a hurtadillas de la habitación. Una vez fuera, recorrí el pasillo deprisa, pero sin correr, procurando que nadie notara que un puñado de gotas de sudor recorrían mi frente cada vez más empapada.


Al llegar a casa suspiré de alivio. Estaba sudando y me tiraba bastante la cicatriz, pero al fin había recuperado mi apéndice. Aunque yo no lo supe hasta dos días después de mi cumpleaños, cuando me ingresaron en urgencias, mi apéndice había estado inflándose como un globo durante semanas. De algún modo, pensé que esta infección había repercutido en mi ya de por sí perezosa creatividad, impidiéndome escribir en el blog, continuar con los proyectos teatrales y ,en definitiva, paralizando cualquier tarea que requiriese de mi capacidad literaria.

Pero esa misma noche descubrí que no se trataba de la infección, sino del apéndice en sí. El apéndice era lo que me había permitido escribir todos estos años: era mi pelo de Sansón, mi vellocino de Oro, mi agua del rio Estigia... no podía permitirme perderlo, y menos ahora que dependía totalmente de mis palabas para sobrevivir.

Y ahora está aquí, anestesiado para siempre, y guardado en este frasco podrá permancer años y años, tanto tiempo como necesite yo escribir a lo largo de mi vida. Y quizá lo mantega ahí, en el congelador, hasta el día que me muera. Y no será de apendicitis.