El sabor del agua de cebada


Yo no sé a qué sabe el agua de cebada. Pero casi puedo adivinarlo cuando mi madre me habla de aquellos años en que, viviendo en Alicante, la probó por primera vez: una bebida dulce del color de la coca-cola. Mi tía recuerda entonces el sabor de los helados de nata de Santander, que las dos comían en las colonias de verano, una nata densa y dulce de leche recién ordeñada. Y mi padre, que lleva 50 años buscando el sabor de una horchata que tomaba en Zamora cuando era pequeño. Le encanta pedir horchata en cualquier sitio, y no descansará hasta encontrar una que sepa como aquella de su infancia.
Mi abuela también vivió en Alicante, muchos años antes, después de la guerra, y recuerda el sabor de las naranjas que le daba la familia que la acogió, unas naranjas de hija única que eran sólo para ella… Nunca más volvió a ser hija única ni a comer naranjas. Volvió con su madre y todos sus hermanos a Madrid, y aquí fue donde comieron aquellas lentejas con hormigas en el campo que había en lo que ahora es Avenida de América. Cuando la conoció, mi abuelo le daba los curruscos de pan de la mili, y eran curruscos que abrazaban por las noches.
En mi familia no tenemos tierras, propiedades, empresas… ni nada que mis primos o yo vayamos a heredar. Pero de alguna forma hemos heredado estos sabores, estas vidas, y miles de historias maravillosas que empiezan en una comida, un ataque de risa entre calamar y calamar, pesados abrazos después de un cocido, peleas interminables por las torrijas de mi abuela, alguna discusión de sobremesa y muchos sueños de aperitivo.
Y aunque la horchata no me gusta demasiado, algún día tendré que ir a Zamora a buscarla, tendré que probar el agua de cebada y viajar al pueblo donde vivió mi abuela, comer curruscos de pan aunque prefiero la miga y, por qué no, cocinar unas buenas lentejas con hormigas en honor a esa posguerra que marcó la infancia de todos mis abuelos.

Y yo también dejaré mis sabores, claro, el de los lenguados con judías verdes durante tres largos años mientras mi madre estudiaba, el de la tortilla de patata que se cocina cuando uno está desencantado con el mundo, el de las papillas de galleta con zumo de naranja y plátano que me preparaba mi padre de merienda, y antes a él el suyo, y quizá antes a mi abuelo el suyo…
Supongo que no importa lo que nunca tendré ni hemos tenido (y además ya me voy a acostumbrando a ser "pobre" dada la profesión que elegí) porque gracias a ellos, tengo miles de sabores en herencia que dejaré a mis hijos. Que aproveche.