He perdido la chistera, Lola

A veces pierdes cosas importantes... ideas, personas, papeles, la agenda, el tiempo, la bufanda... olvidas lo que no deberías olvidar, recuerdas lo que te duele, construyes un pasado que nunca fue, y a veces sólo a veces, lo único que cuenta no es lo que has dejado atrás, sino todo lo que queda por inventarse. Hoy no tengo ningún cuento en la chistera, Lola... Ni siquiera tengo chistera... Me la dejé olvidada en un andén de la línea seis...


Era domingo. Estaba mirando a un hombre mayor que, agarrado a un bastón, dejaba pasar un metro tras otro en el andén de enfrente. Canturreaba una canción que yo no podía oír, pero debía ser un tango de Gardel. Quizá aquella que mi madre cantaba subiendo alguna cuesta del pueblo algún verano: "Barrio, plateado por la luna, rumores de milongas son toda tu fortuna… Barrio, barrio, que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental…" Con el pie izquierdo el hombre llevaba el compás y en sus ojos grises, cubiertos por tupidas cejas canosas, se adivinaba el recuerdo de un ayer. En su pupila reconocí una silueta. Era de una mujer, llevaba un vestido rojo, hasta los tobillos, y una chistera baja como de cabaret. Un él mucho más joven bailaba con ella alrededor del iris, sin música, como en uno de esos quioscos de los parques, un día en que los músicos hubieran tomado vacaciones para ver el mar. Ella sonreía y él, torpe, le pisaba los zapatos a cada tres por cuatro. El gorrión sentimental les miraba apoyado en la baranda del quiosco, con el pío pío intranquilo de un pájaro que no sabe migrar.


De golpe llegó el invierno a sus pupilas y a su recuerdo, cuando una lágrima empañó los ojos del hombre de las cejas de nube, y en el quiosco del parque empezó entonces a llover. El gorrión que no sabía migrar fue empujado por una ráfaga de viento helado y se llevó consigo la chistera de la mujer del vestido rojo. Él se frotaba las manos sentado en el banco del anden, y no distinguió si era el viento de entonces o era el metro entrando rápido desde el túnel lo que derribó su bastón... Al agacharse a recogerlo, el hombre despertó del ensueño y caminó todo lo deprisa que pudo hacia el vagón. Entró un instante antes de que las puertas se cerraran, y mientras el metro desaparecía de nuevo en la oscuridad, su mirada gris se cruzó con la mía... El hombre de las cejas de nube me lanzó las imágenes de su vida como si sus ojos de siglos fueran el proyector de un cine antiguo.
En blanco y negro mudo veo entonces como camina deprisa por el mismo parque, con un paquete atado con cuerdas entre las manos. Luego ella lo abre y saca una tableta de chocolate. Otra imagen. Ella está sentada en un taburete de madera, en la cocina, pelando judías verdes mientras él la observa apoyado en el quicio de la puerta. Y otra. Ella aparece en lo alto de unas escaleras, en el hall de un teatro, él la espera abajo y se abrazan. Ella está sudando, sobre la cama, él sostiene a un niño entre los brazos. La mujer sonríe, en realidad sonríe siempre. Los dos miran por la ventana, nieva. Una niña corre por la playa, un cuento se cae desde el pupitre, un vaso de agua espera en la mesilla, un balón pinchado sobre el tejado, unos ojos verdes brillan en la oscuridad, una vía del tren, una mancha en la pared, un lápiz, un reloj, nada.

Otro instante y la llegada del metro en sentido contrario rompió en mil pedazos la imagen que el hombre de las cejas de nube proyectaba sobre mí. Desperté del ensueño y caminé todo lo deprisa que pude hacia el vagón. Entré un instante antes de que las puertas se cerraran, y mientras el metro desaparecía de nuevo en la oscuridad giré la cabeza y desde la ventanilla ví, apoyada sobre el banco donde yo había estado sentada, la chistera.

Un cuento

"Si yo no ardo esta noche, quién iluminará el mundo" (algún profesor)
Érase una vez un cuento que no quería ser cuento. Las palabras burbujeaban en los límites del papel, queriendo salir a encontrarse con metáforas y paralelismos; las letras empujaban desde las tapas del libro, aún en blanco, buscando un lugar donde colocarse para tener sentido. Los personajes del cuento, aún por encontrarse, vagaban solitarios entre las neuronas del escritor, sin objetivo ni conflictos, sin transformación ni revolución.
Y el cuento, sin más explicación, no quería existir. Prefería ser una historia probable, prefería ser un podría o un quizás, no quería ser nada para no definirse. A lo mejor ni siquiera sería un cuento, sino una novela, un poema, una canción o una obra de teatro. Pero el tiempo pasaba, y sus hojas de papel se humedecían con la lluvia, se manchaban de café, se arrugaban por las manos que buscaban un principio. Sus tapas se endurecían llenas de letras que no significaban, sus palabras estaban atascadas en un embudo sintáctico y semántico.
Los personajes se habían establecido alrededor de una hoguera en la cabeza del escritor, y allí mientras se calentaban las manos y cocinaban sopa en una lata, esperaban, esperaban, esperaban, esperaban...
Una noche de insomnio, en la que el escritor no podía dormir, un personaje abrió furtivamente un hueco entre el lóbulo parietal y el occipital, saltó de un brinco al papel en blanco y arañó con fuerza para que un par de palabras salieran de entre las páginas. Algunas letras se abrieron paso entonces entre las tapas ya ajadas y compusieron con ritmo desigual los sustantivos "melancolía" y "sombrero". El cuento que no quería ser se vió invadido por un sentimiento extraño, los personajes, las letras, las palabras... le obligaban a ser, a existir pese a su resistencia.
Al escritor, ajeno a todo esto, le sobrevino un repentino sueño y se acomodó entre los cojines del sofá. El personaje recorría las hojas en blanco, junto a la melancolía y el sombrero, que comenzaban a concretarse a sí mismos, siendo algo más que un objeto o un sentimiento; el personaje encontró un nombre, el sombrero se volvió de un color y la melancolía fue de una tierra lejana. El cuento estaba siendo, se dibujaba despacio pero firme sobre la nada, los personajes aparecían, las palabras se hilaban unas con otras construyendo el sentido de una historia, las letras bailaban alrededor del fuego como en una mágica noche de San Juan. Y, como el fuego, el cuento que no quería ser ardió sin poder evitarlo, quemó los sueños del escritor mientras dormía, convirtiéndose en ceniza a la mañana siguiente. Ese amanecer, áquel escritor escribió con su bolígrafo un cuento maravilloso, que ya no podía ser otra cosa que lo que era, que no pudo evitar convertirse en sí mismo, que, empujado por el algún destino, se definió para siempre jamás.

El miedo


Recuerdo el primer día que fuiste al circo. Había una cola enorme para entrar, así que te acerqué a un tiovivo y vimos cómo los demás niños daban vueltas y vueltas saludando a sus padres en cada una de ellas. Me pediste subir a un gatito burlón que subía y bajaba como los caballitos de siempre, los de mi infancia y no la tuya. Subiste, y a cada vuelta, agitabas la mano de un modo mecánico, un poco obligado por el ejemplo que acababas de ver, sin perder por eso la frescura en cada saludo sonriente. No me extrañaría que acabaras siendo actor; eras capaz de repetir la ilusión de descubrirme por primera vez incluso cuando llevabas diez vueltas. Yo te perdía en el tumulto de niños y sirenas de bombero para reencontrarte segundos después y volverte a perder, y a veces tenía la sensación de que no ibas a estar subido al gatito en una de las vueltas, que en alguno de esos giros del destino la máquina podía hacerte desaparecer como en las ilusiones del mago. En esos instantes el miedo recorría mis nervios y mi piel, apenas unos segundos temblorosos y fríos, apenas una imagen, apenas... y aún ahora, cuando extiendo esa imagen en el vacío siento el miedo.


Me sirve para saber que el miedo dura un instante. Empiezo a entender que no es más que una vuelta rápida, un giro inesperado, y que no puede durar porque paraliza, no puede vencer porque destruye las risas de los niños y los gatitos burlones, los coches de bomberos y los sueños. Ahora, siempre, cuando siento miedo me acuerdo de ese día en que te llevé al circo, tiemblo, tengo frío, después te veo encontrarme, te veo sonreír dormido en mi cintura, y sólo dejo al miedo que se quede un momento.

Cuando crezcas, espero que lo entiendas, espero que no le dejes al miedo más que un instante. Y después, lo lances lejos.

Reconstrucción

"Es el mejor momento, reconocer, sentir a veces tanto miedo, y entender que justamente ése es el gesto más valiente..."

Según un estudio que en 2005 publicó un científico de la universidad Karolinska de Estocolmo, las células del cuerpo se renuevan al completo cada diez años. Los glóbulos rojos viven 120 días, las células de la epidermis un par de semanas, y el esquelto de una persona es diferente cada diez años. Según este estudio, sólo las neuronas y algunas células de la musculatura del corazón duran hasta la muerte, las que duran... Estamos en permanente estado de reconstrucción, sin ser seres del todo, sino sólo creciendo, cambiando, evolucionando; y la vida imita al cuerpo, viviendo en un edificio que infinitas veces se derrumba para volver a construirse. Es métafora prestada, y no sólo por Deluxe la del momento en que hay que tirar unos cuantos pisos del edificio para volver a construirlos de nuevo. Si los cimientos son buenos, no importa cuántas veces arrastres los ladrillos por el suelo, que cada vez será más firme, o eso creemos...
A mí me parece real lo que decía este tal señor Frisen, porque mis huesos son como esos ladrillos; creo que no soy nada, sino que me voy siendo, poco a poco, como los besos de un reencuentro. El miedo es que me falte alguna parte del cuerpo, que no sea capaz de inventarme los brazos, las piernas, los sueños, las ideas, el saberme incompleta a ciencia cierta.
Y es cierto que incompleta estoy, porque cada mañana me voy construyendo, cada día despierto con una nueva piel, con un nuevo podría, con algún que otro deseo. Abro despacio el ojo y estoy viva, sé tengo un rostro porque me da la luz, y sé que tengo pecho porque late, y me abrazo los brazos para saber que puedo abrazar con ellos, y me tiro del pelo enganchado en la almohada, y estiro bien las piernas por si he crecido un poco, y me rasco la piel porque me pican todas las cosas viejas de los sueños. Incorporo a este yo y huelo, escucho y saboreo... y por un instante, no tengo la más remota idea de quién soy.
Así me lanzó al mundo con la duda, insegura segura, dormida, despierta, perdida y atenta, con el alma en un hilo por sí hoy no me encuentro. Me busco por el metro, escucho esa canción, y poco a poco empieza la reconstrucción. Si algún día despierto y entonces sé quién soy, eso sí me da miedo. Prefiero no saber, descubrirlo viviendo, tener siempre diez años como tienen mis huesos.

El sabor del agua de cebada


Yo no sé a qué sabe el agua de cebada. Pero casi puedo adivinarlo cuando mi madre me habla de aquellos años en que, viviendo en Alicante, la probó por primera vez: una bebida dulce del color de la coca-cola. Mi tía recuerda entonces el sabor de los helados de nata de Santander, que las dos comían en las colonias de verano, una nata densa y dulce de leche recién ordeñada. Y mi padre, que lleva 50 años buscando el sabor de una horchata que tomaba en Zamora cuando era pequeño. Le encanta pedir horchata en cualquier sitio, y no descansará hasta encontrar una que sepa como aquella de su infancia.
Mi abuela también vivió en Alicante, muchos años antes, después de la guerra, y recuerda el sabor de las naranjas que le daba la familia que la acogió, unas naranjas de hija única que eran sólo para ella… Nunca más volvió a ser hija única ni a comer naranjas. Volvió con su madre y todos sus hermanos a Madrid, y aquí fue donde comieron aquellas lentejas con hormigas en el campo que había en lo que ahora es Avenida de América. Cuando la conoció, mi abuelo le daba los curruscos de pan de la mili, y eran curruscos que abrazaban por las noches.
En mi familia no tenemos tierras, propiedades, empresas… ni nada que mis primos o yo vayamos a heredar. Pero de alguna forma hemos heredado estos sabores, estas vidas, y miles de historias maravillosas que empiezan en una comida, un ataque de risa entre calamar y calamar, pesados abrazos después de un cocido, peleas interminables por las torrijas de mi abuela, alguna discusión de sobremesa y muchos sueños de aperitivo.
Y aunque la horchata no me gusta demasiado, algún día tendré que ir a Zamora a buscarla, tendré que probar el agua de cebada y viajar al pueblo donde vivió mi abuela, comer curruscos de pan aunque prefiero la miga y, por qué no, cocinar unas buenas lentejas con hormigas en honor a esa posguerra que marcó la infancia de todos mis abuelos.

Y yo también dejaré mis sabores, claro, el de los lenguados con judías verdes durante tres largos años mientras mi madre estudiaba, el de la tortilla de patata que se cocina cuando uno está desencantado con el mundo, el de las papillas de galleta con zumo de naranja y plátano que me preparaba mi padre de merienda, y antes a él el suyo, y quizá antes a mi abuelo el suyo…
Supongo que no importa lo que nunca tendré ni hemos tenido (y además ya me voy a acostumbrando a ser "pobre" dada la profesión que elegí) porque gracias a ellos, tengo miles de sabores en herencia que dejaré a mis hijos. Que aproveche.

Dáctilo, anfíbraco y anapesto

El dáctilo es un animal de la selva, una especie de ave pequeña y rechoncha con dos patitas cortas que viste unas plumas suaves y rosadas y tiene un pico arqueado hacia abajo en el que se dibujan motas de color pardo. Es difícil verlo, porque es un animal tremendamente tímido. Aunque hubo una vez un dáctilo valiente, extrovertido y curioso, que decidió cruzar el anfíbraco que lo separaba del continente vecino. Cuando pisó con sus cortas patas la tierra roja de aquel lugar, una descarga eléctrica recorrió todos sus nervios y sin que pudiera hacer nada su cuerpo se lanzó en picado contra en infinito del desierto, alcanzando en un milisegundo el otro lado del planeta.
Actualmente es el único dáctilo del desierto, y allí se dedica a recolectar dátiles y a contar a todos los animales sus aventuras a lo largo y ancho de este mundo, ya que cada cierto tiempo la descarga eléctrica recorre sus patitas, localiza un anfíbraco y le lanza sin remedio al infinito de un nuevo lugar...

Hay un juego que hacemos los monstruitos y yo -olvidé comentarte que otra vez estoy dando clases a los niños en San Agustín, Lola, aunque sólo por unas semanas- que consiste en interpretar animales; al principio con el perro, el león y la serpiente teníamos bastante, pero después de un año el arca de Noe se nos ha quedado corta.
Así son los niños, si el mundo se les queda pequeño... se inventan uno nuevo. Asi que empezamos a inventarnos animales como el Cótrolo o el Zambure, que caminan de formas extravagantes y hacen ruidos inimaginables que sugieren mil improvisaciones surrealistas. Y asi empezó esta historia... con las claúsulas trisílabas de los versos. He desenpolvado mis viejos apuntes de verso para estudiar ahora que lo clásico vuelve a mi vida -por eso sólo estaré con ellos unas semanas, me voy a hacer un curso de ello- y he decidido que tan curiosas palabras merecían un post además de una revisión urgente.

Asi pues, y ya que preveo que no voy a escribir mucho durante estas semanas, os dejo Lola y compañia con este breve anapesto para recordar que las palabras siguen siendo uno de los tres inventos que más me gustan de esta humanidad contradictoria.

Estos días azules y este sol de la infancia


En el bolsillo del abrigo de Antonio Machado al encontrarlo muerto: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Cuando todo es eterno, y parece de papel, pero es inmenso. Cuando cuesta creer que algún día estaremos muertos, pero sabes que sí y sonríes a los perros. A veces me imagino que yo misma me pierdo, que no sé cuando soy, desbaratando el tiempo. El dónde no te importa porque hay atardecer, el por qué es una ardilla, el quién es el verano. Que más da que me pierda, si me escucha el silencio, que más da que no sepa si puedo oír el viento. Entonces recupero las edades perdidas, de pronto sé quién soy, hace cuanto que espero. Aprieto bien los ojos por sí aún puedo volver, por si vuelvo a perderme, por si ya no oigo nada y me despierto ciega. Pero no soy yo, es una cosa de los árboles, de las ardillas y del verano, de esos días azules y ese sol de la infancia. Así ya da igual desperezarse, el mal aliento y los rincones oscuros, veo la sombra igual, veo que no lo entiendo, veo a los perros correr de un lado al otro del asfalto, sin dueño. Hago un descanso aquí para encontrar el creo, el supongo, el podría, el entonces deseo.

Y pasan esos días y recupero el tiempo, busco una soledad que alimente los sueños, escribo sin parar, no hay orden ni concierto. Hay música de un dios, aunque no crea en ello, una suite que emociona hasta los huesos. Escritura automática que no entiende de versos, aunque me persigan las cesuras del viento. Y qué si no me encuentro, si ya estoy donde estaba, si vuelvo una vez y otra y es el mismo cuento. Un cuento de la infancia, del sol que nos calienta, del perro que nos ladra que despierta el deseo, supongo, creo, miento, esa es la alternativa. Ninguna, nunca más o un no lo entiendo. Podría ser que sí, podría ser inmenso, podría ser real y no es un sueño. Camino despacito para no tropezar y paso a paso encuentro una única verdad, muchas verdades, y pienso aquellos días, azules como el tiempo. Hago un descanso aquí para encontrar el creo, el supongo, el podría, el entonces deseo.

Apendicectomía


Me desperté sudorosa. Tan bruscamente que incluso Lola abrió uno de sus ojos rápidamente. El reloj marcaba las 4:40. Palpé la cicatriz en mi vientre y de golpe comprendí todo. Comprendí porque llevaba meses sin que salieran unas frases decentes de mi teclado, porque ya no podía leer, escribir o inventar canciones bajo la ducha. Me levanté de un brinco -uno pequeñito para que no se me saltaran los puntos-, me puse el mismo vestido verde que llevaba el día que me operaron, y cerré tras de mi la puerta con cuidado.

Cuando llegué al hospital todo estaba tranquilo, entré por la puerta de urgencias como si fuera a la sala de espera donde están los familiares de pacientes ingresados en los boxes, torcí a mi izquierda y subí al ascensor. "Sólo personal autorizado". Bien, yo me consideré autorizada. Por si acaso cogí una bata y me la coloqué encima. Puse cara de residente despistada y entre en la planta de cirugía por la puerta trasera. Un cirujano salió de una habitación dejando la puerta entreabierta y yo aproveché para colarme sin que nadie me viera. Una serie de estanterías y armarios recorrían la estancia: botecitos, jeringuillas, frascos y medicamentos ocupaban los estantes. Abrí un armario: "Para estudio clínico". Aja. Oí unos pasos que se acercaban por el pasillo justo mientras mis ojos se posaban sobre un tarro de cristal del tamaño de un bote de mermelada. "Apendicitis aguda flemonosa. Mujer 27 años." Agarré aquella pequeña salchicha en formol y salí a hurtadillas de la habitación. Una vez fuera, recorrí el pasillo deprisa, pero sin correr, procurando que nadie notara que un puñado de gotas de sudor recorrían mi frente cada vez más empapada.


Al llegar a casa suspiré de alivio. Estaba sudando y me tiraba bastante la cicatriz, pero al fin había recuperado mi apéndice. Aunque yo no lo supe hasta dos días después de mi cumpleaños, cuando me ingresaron en urgencias, mi apéndice había estado inflándose como un globo durante semanas. De algún modo, pensé que esta infección había repercutido en mi ya de por sí perezosa creatividad, impidiéndome escribir en el blog, continuar con los proyectos teatrales y ,en definitiva, paralizando cualquier tarea que requiriese de mi capacidad literaria.

Pero esa misma noche descubrí que no se trataba de la infección, sino del apéndice en sí. El apéndice era lo que me había permitido escribir todos estos años: era mi pelo de Sansón, mi vellocino de Oro, mi agua del rio Estigia... no podía permitirme perderlo, y menos ahora que dependía totalmente de mis palabas para sobrevivir.

Y ahora está aquí, anestesiado para siempre, y guardado en este frasco podrá permancer años y años, tanto tiempo como necesite yo escribir a lo largo de mi vida. Y quizá lo mantega ahí, en el congelador, hasta el día que me muera. Y no será de apendicitis.

Fin de la huelga


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Stop. Detiene el reproductor. El ritmo de la voz retumba aún dentro de su cuerpo. El corazón le late al compás de las sílabas que pronuncia el lector del libro. Aunque ya ha acabado de escuchar todo el cuento, vuelve a poner el principio, recordando el momento en el que lo comenzó. Entonces no sabía lo intenso que sería ese viaje literario, ni tampoco sabía que esa primera frase se grabaría, quizá para siempre, en su memoria. Hidalgo, adarga, tiempo… su piel se erizó con cada palabra pronunciada de aquel modo hipnótico y supo que no podría dejar de escuchar, que llegaría hasta el final en aquella noche eterna en la que no durmió, en aquel día en que todo el alimento fue su voz.

Sonríe levemente, acariciando el aparato que contiene ese cuento. Había escuchado cientos de libros, leídos por todo tipo de voces. Pero nunca una como aquella. Hacía que su necesidad de escuchar las historias de la boca de otra persona fuese casi un privilegio. Siempre hubo alguien entre ella y el autor: irremediablemente una voz -bella, pero ajena- que modificaba la obra de arte transformándola a su pesar. Aquella voz, sin embargo, le pareció la única adecuada. Una voz profunda, firme y tierna. Pensó que, lanzada por un altavoz desde su ventana, sería capaz de provocar la revolución en la ciudad, o en el país, o en el mundo entero.

Toquetea el aparato buscando a Dulcinea en una frase. Play. Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Stop. Repite la frase otra vez, hasta notar de nuevo su corazón acelerarse. Nunca podrá verle, pero sólo oyéndole puede creer, confesar, afirmar, jurar y defender que lo ama. Necesita tocar el cuerpo en el que vibra esa voz, acariciar los rasgos del hombre que le habla en la oscuridad. Idealiza consciente al portador de esa voz absoluta. No es imposible, quizá improbable, pero no imposible. Encontrarle. Eso es todo. No piensa en lo difícil de la empresa, no alcanza a estimar la probabilidad de encontrar esa voz entre las miles o millones de voces de la ciudad. Simplemente coge la correa, se sujeta a su perra y sale a la calle. Ella es su fiel escudero, sus ojos y su cordura.

El viento del olvido




Olvidarse. Es difícil. Bendita memoria imperfecta que nos ayuda a olvidar. Benditas neuronas con sus desconexiones. Bendito presente que nos fuerza al Olvido. El viento del Olvido: que lo barre todo y todo lo destruye. Era una canción ñoña como tantas, la escribí antes de los veinte –madre mía como pasa el tiempo Mrs. Olvido– y cantaba yo con mi guitarra sin saber hacer la cejilla: Y sé que bajo el viento del olvido, hastío el maratón de los caminos, no se puede matar (...) Si hubo una vez que me olvidaron fue que alguna vez me amaron... fue el día que nos perdimos bajo el viento del olvido. Fa, Do, Mi menor... Lo he olvidado... como olvidé yo también cuando no amaba más, y me olvidaron a mí cuando ya no me amaban, y al final ni lo uno ni lo otro fue para tanto, Mrs. Olvido.
Ningún olvido se parece a otro: olvidar el amor no es lo mismo que el olvido de la muerte, con su eternidad, u olvidar un dolor del alma para poder seguir adelante, o no tener rencor, que es olvidarse de la venganza...
Yo, hay cosas que no pienso olvidar, olvidos contra los que lucho ferozmente cada día, para que no se pierda entre ese viento terrible lo que merece la pena ser recordado; y otras que me esfuerzo en borrar, pero que reaparecen como tinta mágica y vuelta a empezar... En fin que me paso la vida forzando a las poquitas neuronas que tengo: a unas para olvidar, a otras para mantener vivo un recuerdo... y un día la memoria me traiciona y me olvido de hacer compra, o de llamarte, o de perdonarte, me olvido de escribir lo que estaba pensando, o se van las horas sin acordarme de aquello tan importante. Lo siento si olvidé algo que tenía pendiente (por ejemplo, charlar contigo Lola).

Cosas que me gustan


Las iguanas


Las espirales


Un violín y un piano sonando juntos


Los jerseys de cuellos grandes


Las cajas de música


Los tranvias


Las escaleras de caracol


Las pérgolas para los músicos


Los laberintos de jardín


Los mercadillos


Las pajareras sin pájaros


Las ventanas


Los baúles de pirata


Los altillos de los bares


Las palomitas en el cine


El chocolate negro


Las camas con dosel


El café


Las caracolas


Los discos de vinilo


Los cuentos


Las cosas que no se sabe para que sirven


Las listas de cosas


Los etcéteras.

Karma

Para los fans de Earl, no hace falta explicación. Para los no fans... bueno, que algún fan lo explique mejor, pero se supone que todo lo que tu das a... ¿el universo? El ¿universo? te lo devuelve.
Hace poco -Lola, protestaste bastante porque dejé en tierra- me fui a Flandes y Bruselas de vacaciones -Bélgica está divida en tres partes, Flandes, Bruselas y Valonia, informa Álvaro Muñoz desde radio Defacqz-.

Flanders (me gusta más llamarlo así) es un lugar donde la gente emite buen karma, te dan indicaciones con una amabilidad desconocida, te dan bocadillos a un euro, se paran con su coche para que puedas terminar de hacer una foto... así que se puede decir que llegué cargadita del “toque Flanders” a los Madriles.
El mismo martes que salí de madrugada desde Bruselas volviendo a la dura realidad, estaba por la tarde esperando al autobús de San Agustín de Guadalix para ir a trabajar, cuando un apresurado madrileño rozó mi hombro dejando caer algo a su paso. Me agaché para recogerlo y ví, asombrada, que se trataba de dos billetes de cincuenta euros. Miré a mi alrededor para ver si era de alguno de los que estaban en la cola, y como no hicieron gesto alguno, deduje que se había caído del bolsillo del acelerado conejo blanco. Miré hacia donde se había ido, y, como Alicia, salí corriendo tras él por el oscuro túnel del intercambiador de Plaza Castilla. Al fin le alcancé y le tendí la mano. Él puso cara de “Madre mía, ¡se me habían caído los cien pavos!” y luego cara de “¿Me los estás devolviendo?”. Me dio las gracias atónito y volví corriendo en dirección contraria para no perder el autobús.
Eso fue lo que yo le dí al universo: cien euros.

¿Hubiese tenido ese instinto sino hubiera sido porque venía feliz de las vacaciones con Raúl y Álvaro, e influenciada por el llamado “toque Flanders”? El cóctel de la
cerveza belga, la emoción de viajar, las frites con sus salsas, la dulzura de Gante y Brujas, la desconexión del estrés urbano, la belleza escondida de Bruselas... ¿había generado en mí una nueva forma de hablarle al universo? Quiero decir con esto que todo nos cambia, que cada paso que damos, cada ciudad que conocemos, cada persona que nos guía por un camino y no otro, cada suspiro que damos al contemplar un amanecer... hace de nosotros personas distintas, capaces de entender más allá de sus propios ombligos.

Supongo que yo le estoy dando al universo un poco de mi recién estrenado “toque Flanders” porque el universo me regaló un viaje divertido y entrañable con la mejor de las compañías. Y lo que sigue es el indicio auténtico del karma. A la semana de volver de Bélgica buscaba un somier para mi nuevo colchón. Mirando en Segundamano encontré a una amable chica llamada Fabiola que regalaba el suyo – casi nuevo, de lamas finas de madera de haya, ergonómico, ajustable– por una mudanza. Ayer fui a recogerlo con mi padre y ya está en casa. Acabo de mirar en Google y ese somier cuesta unos doscientos euros.
El universo te da el doble de lo que le envías.

Pasado Pluscuamperfecto


Había ido a trabajar por la mañana en metro, quitándose los pelos de las cejas mientras un niño pequeño la miraba atónito. Los niños no entienden esas cosas, no entienden que nos quitemos pelos o nos pongamos cremas, atónitos escuchan hablar del trabajo y del dinero, para ellos todo es un presente continuo sin pretensiones.
Pero ella, decía, había ido a trabajar en metro, y a la salida había decidido hacer un viaje por la ciudad -ya que estaba allí desde hacía más de veinte años, quizá no era mala idea disfrutar del paisaje, de la luz y de la gente de Madrid-, primero había quedado con sus compañeros de la universidad, había paseado por La latina y tomado cañas y cafés hasta las ocho de la tarde, cuando la luz y los guiris se desvanecen de las calles del centro. Después había vuelto a su nueva casa, se había arreglado un poco y como nadie tenía guardia en el hospital, había podido salir a beber vino blanco y comer croquetas de bacalao en una taberna de Malasaña. Había mirando entonces con cariño aquel instante, queriendo congelarlo en su memoria para cuando los pequeños conflictos del día a día la preocupaban. Había recordado también, al acercarse a ese bar con los mejores mojitos de los dieciséis años, cuantas noches había pensado antes que Madrid era una ciudad divertida y emocionante donde podía pasar cualquier cosa. Echaba de menos el mar, echaba de menos un poco menos de egoísmo y prisas, hubiera echado a unos cuantos políticos que llevaban demasiados años allí, pero en el fondo esa ciudad, había concluido, era maravillosa.
Había viajado lejos (a Flandes últimamente, pero eso es otra historia) y había querido irse aún más lejos millones de veces, pero sabía que siempre volvería. Volvería para ver todos los parques con cumpleaños al atardecer y para poder hacer San Cucufato Armendáriz y encontrar sitio un domingo por la tarde en Lavapiés, y tomar cervezas en su barrio con su familia, e ir al parque a corretear y bajar el cocido de las tres, y darse besos con todos, y coger el último autobús demasiado acelerado con su muy mejor amiga.
Sabía que su ciudad no era una ciudad agradecida y por eso no se molestaba en defenderla, era su tierra como podía haber sido cualquier otra, pero nunca se preocupó en explicar a nadie lo genial que era. Se explicaba por sí misma: era una tierra de gente de todas partes donde en realidad nadie era de ningún sitio.

Aquí he vivido y por ahora, como uno que vive en la plaza de Tirso, aquí quiero quedarme.

Esperando...

Tríptico de de Agustín Batista. Desenlace: Wertherismo sobremoderno.
Todos los miércoles por la tarde, un chico se sienta justo en la escalera interior del edificio de enfrente. Al lado del ascensor, que sube y baja cien veces en su presencia, el chico espera, y espera, y espera… de vez en cuando veo que me mira, y yo me hago la tonta. No quiero bajar la persiana porque tengo curiosidad por saber qué hace allí. Me voy a recoger la cocina, vuelvo y sigue ahí, me voy a poner la lavadora, vuelvo y sigue ahí, me voy a hacer la cena, vuelvo y sigue ahí… Pero cuando vuelvo de tender la ropa ya no está. Habrá entrado, pienso al piso, el cuarto C, junto al que espera ¿pero por qué? ¿Quién vive ahí? ¿Y por qué cada miércoles hace lo mismo? ¿Es que no tiene llaves? Me propongo no despistarme el próximo día y tratar de ver a quién espera, quien vive en el cuarto C.

Es el siguiente miércoles, son las 14.00 y el chico ya está allí, yo llevo toda la mañana enferma metida en casa, quizá me he puesto enferma sólo para poder averiguar qué pasa con el visitante del edificio de enfrente. Se sienta, saca un sándwich y lo come despacio. A mi me entra hambre y me voy, sin descuidarle, a prepararme uno. Ahora no me ve porque estoy detrás de la cortina… Aparece la señora del cuarto A con su perro, se detiene a charlar un rato con el chico y se mete en su piso. Vuelvo al rato y él sigue allí, ahora leyendo un libro. Entonces aparece la chica que vive en el cuarto B y él la saluda con un gesto; ella, entre sorprendida y extrañada, le devuelve el saludo y cierra la puerta tras de sí. Entonces, el chico se levanta, recoge sus cosas y se va por donde ha venido. Sigo sin comprender nada. ¿Es que la espera a ella? ¿O hace que espera a alguien para verla a ella?

Al siguiente miércoles llego corriendo del gimnasio para ver la función, son las 15.00 y él aún no ha llegado. Pero ella aparece sobre las 16.15 y se mete en su casa, no sin antes mirar a su alrededor. Al rato, el chico sube corriendo las escaleras y se sienta rápido a leer como si llevara allí horas. Y efectivamente muchas horas y medio libro de Henin Mankel después, él se marcha, cabizbajo, sin haberla visto a ella. Yo supongo, en plan detective, que a él le gusta ella pero no sabe cómo decírselo, y que no quiere parecer un acosador por eso sólo va los miércoles, como si esperara a alguien del cuarto C para una clase particular o algo así, cuando en realidad sólo la espera a ella.

Hoy he llegado de muy mala leche a casa, pero cuando me asomo a la ventana me aparece una sonrisa de oreja a oreja: él no podrá verlo desde la escalera interior, pero en la ventana del cuarto C hay un cartel de “Se alquila”. Escribo una nota en una hoja grande, la cuelgo por fuera de mi ventana y me voy al cine, que hoy es el día del espectador.

Todos los hechos narrados en esta historia son absolutamente ciertos y sobre cualquier parecido con la realidad… no es un parecido, es que fue así, en serio.

Yo no quiero vivir sin invierno

Hoy le contaba a Lola que cuando yo era pequeña, en mi colegio no estudiábamos religión católica (cosa que sólo he lamentado cuando de mayor estudié Historia del Arte y no me enteraba de quién era quién). O quizá podría decirse que las estudiábamos, las religiones, pero como lo que son: cuentos, leyendas, mitos, metáforas… En 4º de E.G.B mi profesor Dámaso, aquel hombre que hacía chistes del tipo: “no es lo mismo dos tazas de té que dos te-tazas”, a quién hace pocos meses me encontré en Chueca y me invitó a un café, aquel hombre curioso y culto, digo, nos enseñaba mitología griega en sus clases. Meses enteros pasamos conociendo a Zeus y su descendencia, lamentando la suerte de Prometeo e imaginando la belleza de Afrodita. Cuando ni siquiera sabía qué era un apóstol, me fasciné escuchando y dibujando las historias maravillosas que aquel pueblo había inventado para explicarse el mundo. Una de ellas es la historia de Perséfone, esa muchacha que un día, mientras recogía flores, fue raptada por el dios de los muertos, Hades, y a quién su madre buscó desesperada por todas partes sin hallarla, a causa de lo cual castigó a la tierra con la infertilidad más desoladora. Y el mundo no hubiese sido más mundo si Zeus no hubiese persuadido a Hades de que dejase marchar a la bella Perséfone, no sin que antes Hades la engañase para comer unas semillas malignas que la harían regresar inexorablemente a su lado. Finalmente Deméter, su madre, y el astuto dios de los muertos llegaron al acuerdo de que la joven pasaría dos cuartos de cada año con su madre y los dioses del cielo, y el resto con Hades, en el inframundo. Esa es la explicación griega de las estaciones, pues cuando Perséfone está lejos de su madre, bajo la tierra, ella se entristece y provoca el Otoño y el Invierno.


Foto; detalle de El rapto de Proserpina (la Perséfone de la mitología romana) de Bernini


En mi mitología romántico-emocional particular, el Invierno tiene una explicación propia, tan personal como la tristeza de Deméter. Es el tiempo de la reflexión, de la madurez, es cuando el corazón, que va más lento de lo normal, deja que nos guiemos con su pausado ritmo. Pero nada tiene que ver con la tristeza: este ha sido para mí el invierno de la nieve y la luz. El invierno de la nieve no sólo por que evidentemente ha nevado, sino por la nieve del olvido, como el viento, la nieve del des-recuerdo y la des-memoria, la nieve que vino para ocultar por fin lo que a nadie le hacía falta ver y descubrir al derretirse que lo esencial es invisible a los ojos. El invierno de la luz porque cada vez hay menos brillo ahí fuera pero más lámparas de gas aquí dentro, en un camarote cálido poblado de leones, mosquitos, ositos, gatos nocturnos y toda clase de animales de la mejor de las compañías.
Es el mejor de todos los inviernos,
alimentado por notas de colores en los bajos de una sala de conciertos,
por un viaje en tren al principio de los encuentros,
por un año nuevo que no quiso empezar en Enero,
por una cadena de besos entre vinos y cordero,
por la falta de desamor y el exceso de sonrisas,
por las ganas de correr a abrazarte sin prisas…

Es el mejor de todos los inviernos porque si en este instante se acabase, si Perséfone volviera de las entrañas de la tierra y ya nunca más tuviéramos estaciones, y el mundo entero se volviese loco de estabilidad, esta sonrisa etrusca (que no griega) que no deja de incordiarme por las noches se quedaría congelada para siempre, exclamando en su silencio lo feliz que me hacéis.
Menos mal que Deméter, aunque con tristeza, se inventó el Invierno (y gracias a Dámaso que me lo contó).

Recordando que me olvidé

El día que me robaron el bolso decidí que era mucho mejor guardar las cosas importantes en el corazón -aquel día, querida Lola, no tuve en cuenta la posibilidad de que pudieran robarme también el corazón-.

Ocurrió una frenética noche de borrachera de cuyo nombre no quiero acordarme; yo llevaba un bolso morado que me había regalado mi amiga María, dentro un móvil nuevo con toda mi vida social, un monedero con todo mi dinero entre tarjetas y efectivo, mi carné de identidad, las llaves de mi casa, y un papelito escrito por algún amante que me hizo feliz. A las doce y media de aquel jueves me sentí incomunicada con el mundo, sin dinero, sin casa, sin identidad y sin recuerdos.
Pero hoy en día es fácil sustituir todo eso: fui al banco a comprobar que el dinero seguía ahí, cambié la cerradura de casa y me dieron unas llaves nuevas, dupliqué la tarjeta del móvil y probablemente busqué un nuevo amante que me escribiera en las servilletas de bar.
Pero durante el pequeño infierno en no poseía nada, en el que prácticamente no fui nadie porque ni siquiera tenía nombre, ni casa, ni los teléfonos de mis amigos, me sentí... absolutamente libre. Desprovista de lo material, desatada de los objetos y de los nombres de las cosas y las personas, me colé en el metro y deambulé desnuda por los pasillos, con la tentación de convertirme para siempre en un ser que no poseyera nada más que su corazón.
Descubrí el placer de que nadie más que yo supiera quien soy, a quien amo, o que es lo que hago en la vida realmente. Encontré mi vida secreta, una vida diferente a lo que oficialmente ponía en mis papeles, en mis carnés, en mis tarjetas, en mi agenda telefónica. Ya ni siquiera supe cuál era mi nombre, sólo sentí mi espíritu congelado, pero más vivo que nunca... Ya no me pesaba el bolso al caminar por las calles, ya no me sonaba el móvil cuando soñaba frente a una pastelería, y ni siquiera podía mandar un mensaje a la persona equivocada: si tenía que hacer algo tenía que esforzarme.

Se me olvidaron los teléfonos de gente a la que nunca quise llamar, las citas apuntadas en la agenda a las que nunca quise acudir: se me olvidó lo que sólo guardaba en el bolso pero nunca quise llevar en el corazón.

Al mal tiempo...

Viernes, 9:00 de la mañana. Me asomo a la ventana y está nevando, qué bonito, pero... ¡Mierda, hoy tengo mi examen de conducir! Llamo a mi padre “¿Se puede conducir con nieve?” “Hombre, claro, despacito”.

Así que dejo a Lola tiritando de frío y despacito salgo de mi casa y llego a la autoescuela. El profesor, Juan, y otros dos alumnos, Victoria y Luis, salimos despacito hacia Alcalá de Henares. Despacito no vamos dando cuenta de que Madrid, además de precioso, está atascado, muy atascado. Despacito conduce Juan (nosotros no nos atrevemos) por la nieve y el hielo (explicando de vez en cuando la conducción de riesgo, que parece ser que le encanta) hasta llegar a Avenida de América. En ese momento son las 10:00, hemos tardado desde Ventas hasta aquí... una hora (igual vamos demasiado despacito). Tampoco se puede ir más deprisa, porque según escuchamos en la radio, todas las salidas y entradas a Madrid están paralizadas, así que paciencia, San Cucufato y a ver si llegamos...
Tres o cuatro ataques de risa después nos damos cuenta de que no vamos llegar ni de coña, que nos esperan unas cuantas horas de atasco y que reírnos un poco más es lo mejor que podemos hacer. Con esto se nos pasa el rato y, después de “qué si, qué no, qué yo que sé” nos dicen que no hay examen, que volvamos a Madrid, ¡qué no hay examen! ¿y no se les podía ocurrir antes a los de Tráfico? ¡qué volvamos! (ataque de risa) ¡pero si hemos tardado tres horas sólo hasta Canillejas! (¿unos 4 km?). Bueno, pues volvemos. Nos ha dado tiempo a hablar de la vida, del mus universitario de Luis, del viaje al pueblo de Victoria y su marido, del hijo de Juan que baila funk -o algo así-, a escuchar Rainbow, los 40 principales, cagarnos en la madre que parió a unos cuantos, bailar e incluso fantasear con las bolas de nieve que nos tiraríamos en ese momento... y todavía nos quedaban otras dos o tres horas hasta llegar a casa.
Nos duele la espalda, tenemos hambre, queremos ir al baño, ¡estamos hartos del coche! Parece que podemos coger la salida del Plenilunio (no he estado en mi vida, así que no sé donde cae, pero lejos de Alcalá seguro) y tomarnos un café. Con lo que no contaba era con el ataque de bolas de nieve que iba a sufrir en cuanto saliera del coche, ¡toma bolazo en toda la cara! Juan te vas a enterar, arsenal de bolas, ataque por la izquierda, derecha, ¡zas!, ups, ¡bola por la espalda! Victoria habla con su madre (debe ser la quinta vez que cuenta que no hemos hecho el examen) mientras la bombardean, Luis no se atreve a acercarse, pero pronto hacemos dos bandos y la lucha se vuelve encarnizada... (yo no doy ni una, pero me lo estoy pasando como una niña pequeña).
Reemprendemos el camino de vuelta a 5 por hora, así que yo me bajo de vez en cuando a pasear por la nieve, hacer un pequeño muñeco y mirar con cara de tonta a los niños, a los perros, a las parejas de enamorados y a toda esa gente que no ha llegado a trabajar, o no ha ido, o simplemente ha decidido dejarlo todo y dedicarse a disfrutar de la nieve como si no la hubieran visto en su vida.
El paisaje es precioso, tengo los calcetines mojados y la vida me parece un lugar absolutamente divertido. A las dos y algo llegamos a La Elipa, nos tomamos unas cañas y seguimos contando historias. Despacito subo a casa y decido que lo mejor que te puede pasar es lo que de hecho te pasa, incluso si no es lo que esperabas. ¡Feliz año!