Hay una pareja de ancianos tumbada sobre un colchón. Respiran despacio en una habitación pequeña y oscura, es el piso bajo de una calle céntrica de Bagdad. Se están mirando a los ojos mientras él reza bajito una oración. Ella no cree en Allah, ni en ningún dios, por eso, mientras su marido reza, le dice, también en susurros, cuánto lo ha amado. En cuarenta años de matrimonio, nunca le ha dicho “Te quiero” y no porque no lo sintiera. Ahora, se abraza, con las pocas fuerzas que le quedan, a la ancha espalda de obrero de su hombre. “Lo único que me duele”, le dice tras un largo silencio, “es morir sabiendo que pude luchar y nunca lo hice”.
Como ahora, el matrimonio se ha alejado siempre de cualquier conflicto, grande o pequeño, al margen de todo cuanto sucedía en el mundo, viviendo sólo el uno para el otro. “Si tuviéramos hijos, ellos lucharían” le dice él. Ninguno sabe qué es lo que ha ocurrido en su pequeño mundo; a pesar de intentar ser felices en su burbuja de cristal, el país se ha ido destruyendo poco a poco hasta alcanzarles de pleno a ellos. “No pudiste luchar, mi amor, porque nadie puede”. Saben, el fondo de su alma, que nada ni nadie hubiera podido impedir que todo acabara mal.
Saben, que amarse ha sido la única manera de vivir y que ahora es su única manera de morir; por eso, encerrados en su cuarto de siglos, esperan que la vejez les mate antes que las bombas y que, quizás, en otra vida, tengan la suerte de nacer en el lado vencedor del mundo.