Recuerdo el primer día que fuiste al circo. Había una cola enorme para entrar, así que te acerqué a un tiovivo y vimos cómo los demás niños daban vueltas y vueltas saludando a sus padres en cada una de ellas. Me pediste subir a un gatito burlón que subía y bajaba como los caballitos de siempre, los de mi infancia y no la tuya. Subiste, y a cada vuelta, agitabas la mano de un modo mecánico, un poco obligado por el ejemplo que acababas de ver, sin perder por eso la frescura en cada saludo sonriente. No me extrañaría que acabaras siendo actor; eras capaz de repetir la ilusión de descubrirme por primera vez incluso cuando llevabas diez vueltas. Yo te perdía en el tumulto de niños y sirenas de bombero para reencontrarte segundos después y volverte a perder, y a veces tenía la sensación de que no ibas a estar subido al gatito en una de las vueltas, que en alguno de esos giros del destino la máquina podía hacerte desaparecer como en las ilusiones del mago. En esos instantes el miedo recorría mis nervios y mi piel, apenas unos segundos temblorosos y fríos, apenas una imagen, apenas... y aún ahora, cuando extiendo esa imagen en el vacío siento el miedo.
Me sirve para saber que el miedo dura un instante. Empiezo a entender que no es más que una vuelta rápida, un giro inesperado, y que no puede durar porque paraliza, no puede vencer porque destruye las risas de los niños y los gatitos burlones, los coches de bomberos y los sueños. Ahora, siempre, cuando siento miedo me acuerdo de ese día en que te llevé al circo, tiemblo, tengo frío, después te veo encontrarme, te veo sonreír dormido en mi cintura, y sólo dejo al miedo que se quede un momento.
Cuando crezcas, espero que lo entiendas, espero que no le dejes al miedo más que un instante. Y después, lo lances lejos.