Decía Beckett que un escritor debe crear su propia lengua. Supongo que no sólo se refería su voz auténtica, si no a su geografía particular de palabras-puerta, voces recurrentes y sílabas caleidoscópicas que sirvieran a sus navegantes de mapa familiar y chimenea en el frío de los inviernos lectores. Su voz propia... su canto imprescindible y asombroso, y sin embargo lo suficientemente universal para estar en el museo de los escritores inmortales. Qué ardua y misteriosa tarea, pienso yo...
¡Plim! Atrapo la palabra maravilla... y es difícil que signifique lo mismo para mí que
para el otro. Y justo en esa reflexión, caigo en la existencia de esa forma de comunicarse con
palabras que las transciende, que se genera, por ejemplo, entre los
poetas como si fuera oxígeno y sólo es comprensible por los
mortales con escafandra o traje de astronauta. Y escucho la música también, de caramelo, y una magia en espejo,
y un eco que reverbera cuando leemos volcán y un agüilla que
salpica cuando susurramos mariposa... las palabras me curan y me
enferman desde que soy pequeña.