Decía Beckett que un escritor debe crear su propia lengua. Supongo que no sólo se refería su voz auténtica, si no a su geografía particular de palabras-puerta, voces recurrentes y sílabas caleidoscópicas que sirvieran a sus navegantes de mapa familiar y chimenea en el frío de los inviernos lectores. Su voz propia... su canto imprescindible y asombroso, y sin embargo lo suficientemente universal para estar en el museo de los escritores inmortales. Qué ardua y misteriosa tarea, pienso yo...
¡Plim! Atrapo la palabra maravilla... y es difícil que signifique lo mismo para mí que
para el otro. Y justo en esa reflexión, caigo en la existencia de esa forma de comunicarse con
palabras que las transciende, que se genera, por ejemplo, entre los
poetas como si fuera oxígeno y sólo es comprensible por los
mortales con escafandra o traje de astronauta. Y escucho la música también, de caramelo, y una magia en espejo,
y un eco que reverbera cuando leemos volcán y un agüilla que
salpica cuando susurramos mariposa... las palabras me curan y me
enferman desde que soy pequeña.
...pero me distraigo -porque la infancia es una puerta, y momento maravilloso para inventarse una lengua propia que pasa desapercibido entre exámenes y pantalones limpios- y aparece el recuerdo de mi primo Raúl siendo pequeño, que dibujó un día en su cuaderno varias rayas de colores y nos dijo: "Es un astrabán".
...pero me distraigo -porque la infancia es una puerta, y momento maravilloso para inventarse una lengua propia que pasa desapercibido entre exámenes y pantalones limpios- y aparece el recuerdo de mi primo Raúl siendo pequeño, que dibujó un día en su cuaderno varias rayas de colores y nos dijo: "Es un astrabán".
- ¿Un astrabán? ¿qué es eso?
- Una cosa que sale de noche en el
cielo, de muchos colores.
- ¿Fuegos artificiales?
- No, no, ¡un astrabán!
- ¿Una estrella fugaz?
- No, no, astrabanes... (...nos decía
cansado, como si no entendiésemos lo evidente)
Nunca supimos lo que era un astrabán y
sin embargo, todos en mi familia sentimos la onda expansiva de esa
palabra en el corazón: astrabán! y pum, pum: el pueblo de
noche, juegos en Cuartos, Vacaciones Santillana, Raúl adiosmuá
tirándose besos... -y sigo distraída...- de siempre la costumbre
familiar de hablar al vesre, para que los niños no se enteren de lo
que no deben; o el famoso cuento de Tacirupeca Jaro, que mi tía
recitaba mejor que un padrenuestro: Bai Tacirupeca Jaro por el
quebos, ralatra, ralatra, docuan de tepenre, ¡Zas, el bolo!- ¿Dedon
vas, dedon vas tacirupeca? – jodi el bolo- ¡Ñoco, un bolo que
blaha!; y las palabras inventadas por mi abuela, toda la vida diciendo
que las cosas eran putres en vez de cutres (lo cual tenía su lógica de la podredumbre, porque mi abuela es muy limpia); y los
emburríos, tupíos y entripotaos que nos marcamos sin respeto
ninguno a la RAE; y los piques familiares por el significado exacto
de una palabreja rara como entrizar; y descubrir los ósculos y los
alfeñiques; y enamorarse en gíglico... Y yo, que no soy escritora
sino solo un poco literata, así me he hecho mi patria de palabras y
mi lenguaje propio: por herencia, jugando y leyendo las calles.
Volviendo los escritores de verdad
-esos que escriben cada día inasequibles al desaliento- esos, de
repente un día encuentran su voz propia y vuelan, y tú, lectora
afortunada, vuelas con ellos. Más que una lengua propia creo que
es una voz prestada por los dioses; suena místico, lo sé,
pero es una especie de hallazgo mágico en el que de repente se ven
escribiendo en el idioma de sus vísceras, con las palabras convertidas en sus barros antiguos, llenas de posibilidades... Y tú lo lees y sabes que esa
es la voz correcta, que sólo así podía haber sido escrito, que no
había otro modo, que era eso o la nada...
Te dejo aquí, Lola, el capítulo inicial
de Rayuela, incalculable voz propia de Cortázar... típico, sí,
pero salvajemente imprescindible. Léedlo.
Sí, pero quién nos curará del fuego
sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la
Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos
zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los
vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura
dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al
recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y
que nos arderá dulcemente hasta calcinamos. Entonces es mejor pactar
como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las
porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que
acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin
tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez
paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de
piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la
obediencia de la sangre en su circuito ciego.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está... Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros, Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es cómo París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está... Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros, Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es cómo París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.