(Jugamos todos, con las palabras, sepamos o no escribir, son colores en un lienzo, son magia pura)
(Gertrudis) |
De hecho, hay un planeta, más acá, en el que uno puede dibujar o
escribir todo lo mal o bien que le de la gana. Por ejemplo, si uno no
sabe dibujar nada de nada, pues entonces garabatea, pero con
gracia, con todo el cuerpo, garabatea y baila como si Pollock, Martha
Graham, Marcel Marceau y Pina Bausch jugaran al corro de la patata. Y
si uno no sabe escribir, pues coge palabras que le suenen bien,
como mazapán, ciernes, almohada, tuétano y pirata, y se inventa una
historia -que le guste al menos a un habitante del planeta-. Se dice que una vez, un
visitante llegó a este planeta y escribió el relato más absurdo que se pueda imaginar,
pero como le gustó a una señora viejita que hacía puzzles en la puerta de su casa violeta, se aceptó. De hecho, aquellas fueron precisamente las palabras que
eligió (mazapán, ciernes, almohada, tuétano y pirata) y era más o
menos así:
El día que nos quedamos
sin mazapán, alguien propuso bajar a la tienda más cercana a
comprarlo. Yo estoy cansado, dijo uno. Yo tengo sueño, dijo el otro.
Yo no tengo dinero, dijo el de más allá. Pero el joven pirata, que
sabía dormir todos los amaneceres, que sabía cómo avanzar por
todos los caminos, cogió su cofrecillo de madera y se ofreció: yo
bajaré a por mazapanes. Con su pata de palo recorrió el camino
hasta la escalera, troc, troc, troc, y luego la bajó despacio,
clack, clack, clack.
Al llegar a la tienda, un
escalofrío de miedo le llegó hasta el tuétano: “No tenemos
mazapán”- rezaba un cartel en la puerta-. Paralizado, pensó en
qué podía comprar con sus doblones de oro que sustituyera el
encargo... nada se le ocurría, y un hambre en ciernes se acoplaba en
su costado. Temía el reproche al volver a casa sin su objetivo cumplido y que todo
aquello que quería se desvaneciera en la noche de Tanabata. Visitó
varios establecimientos cercanos, preguntó a ciertos vecinos, se
acercó al parque de Gladys a ver si por casualidad... pero nada. No
había mazapán en todo el barrio... Lo único que podía hacer era
seguir preguntando a los habitantes de otros barrios, de otras
ciudades, de otros países, en sus establecimientos, a sus vecinos,
en los parques, a ver si por casualidad... pero nada. Continuó
buscando a lo largo y ancho, convencido de que algún
día, en alguna pequeña tiendita atendida por una señora gorda,
hallaría el mazapán. Escaló una colina, construyó una cabaña, conoció a una princesa
india y se enamoró, luchó contra un gran tiburón blanco, naufragó, encontró a una tortuga y la llamó Gertrudis, aprendió a hacer yoga, creció su tesoro, dió la vuelta al mundo, se volvió a enamorar, encontró un pez y lo llamó Giuseppe... y seguía buscando mazapanes.
Pasaron más de cuarenta años, y el viejo pirata se sintió cercano a la muerte. Su cuerpo, vacío de mazapán y lleno de historias, le detuvo en una manzana llena edificios de ladrillo marrón, y, al girar la esquina, vio un jardín lleno de geranios rosas y jazmines azules. Allí se quedó, justo frente a la puerta, mirando el pomo dorado que le separaba de la casa de la que había huido años atrás. Con sigilo, como para no despertar a nadie, entró, y al notar que estaba vacía, respiró aliviado. Nadie le regañaría por no traer el mazapán. Subió la escalera, clack, clack, clack, recorrió el camino hasta su cuarto, troc, troc, troc, se tumbo en la cama, y reposó suavemente su cabeza en la almohada.