Foto; detalle de El rapto de Proserpina (la Perséfone de la mitología romana) de Bernini
En mi mitología romántico-emocional particular, el Invierno tiene una explicación propia, tan personal como la tristeza de Deméter. Es el tiempo de la reflexión, de la madurez, es cuando el corazón, que va más lento de lo normal, deja que nos guiemos con su pausado ritmo. Pero nada tiene que ver con la tristeza: este ha sido para mí el invierno de la nieve y la luz. El invierno de la nieve no sólo por que evidentemente ha nevado, sino por la nieve del olvido, como el viento, la nieve del des-recuerdo y la des-memoria, la nieve que vino para ocultar por fin lo que a nadie le hacía falta ver y descubrir al derretirse que lo esencial es invisible a los ojos. El invierno de la luz porque cada vez hay menos brillo ahí fuera pero más lámparas de gas aquí dentro, en un camarote cálido poblado de leones, mosquitos, ositos, gatos nocturnos y toda clase de animales de la mejor de las compañías.
Es el mejor de todos los inviernos,
alimentado por notas de colores en los bajos de una sala de conciertos,
por un viaje en tren al principio de los encuentros,
por un año nuevo que no quiso empezar en Enero,
por una cadena de besos entre vinos y cordero,
por la falta de desamor y el exceso de sonrisas,
por las ganas de correr a abrazarte sin prisas…
Es el mejor de todos los inviernos porque si en este instante se acabase, si Perséfone volviera de las entrañas de la tierra y ya nunca más tuviéramos estaciones, y el mundo entero se volviese loco de estabilidad, esta sonrisa etrusca (que no griega) que no deja de incordiarme por las noches se quedaría congelada para siempre, exclamando en su silencio lo feliz que me hacéis.
Menos mal que Deméter, aunque con tristeza, se inventó el Invierno (y gracias a Dámaso que me lo contó).