Recordando que me olvidé

El día que me robaron el bolso decidí que era mucho mejor guardar las cosas importantes en el corazón -aquel día, querida Lola, no tuve en cuenta la posibilidad de que pudieran robarme también el corazón-.

Ocurrió una frenética noche de borrachera de cuyo nombre no quiero acordarme; yo llevaba un bolso morado que me había regalado mi amiga María, dentro un móvil nuevo con toda mi vida social, un monedero con todo mi dinero entre tarjetas y efectivo, mi carné de identidad, las llaves de mi casa, y un papelito escrito por algún amante que me hizo feliz. A las doce y media de aquel jueves me sentí incomunicada con el mundo, sin dinero, sin casa, sin identidad y sin recuerdos.
Pero hoy en día es fácil sustituir todo eso: fui al banco a comprobar que el dinero seguía ahí, cambié la cerradura de casa y me dieron unas llaves nuevas, dupliqué la tarjeta del móvil y probablemente busqué un nuevo amante que me escribiera en las servilletas de bar.
Pero durante el pequeño infierno en no poseía nada, en el que prácticamente no fui nadie porque ni siquiera tenía nombre, ni casa, ni los teléfonos de mis amigos, me sentí... absolutamente libre. Desprovista de lo material, desatada de los objetos y de los nombres de las cosas y las personas, me colé en el metro y deambulé desnuda por los pasillos, con la tentación de convertirme para siempre en un ser que no poseyera nada más que su corazón.
Descubrí el placer de que nadie más que yo supiera quien soy, a quien amo, o que es lo que hago en la vida realmente. Encontré mi vida secreta, una vida diferente a lo que oficialmente ponía en mis papeles, en mis carnés, en mis tarjetas, en mi agenda telefónica. Ya ni siquiera supe cuál era mi nombre, sólo sentí mi espíritu congelado, pero más vivo que nunca... Ya no me pesaba el bolso al caminar por las calles, ya no me sonaba el móvil cuando soñaba frente a una pastelería, y ni siquiera podía mandar un mensaje a la persona equivocada: si tenía que hacer algo tenía que esforzarme.

Se me olvidaron los teléfonos de gente a la que nunca quise llamar, las citas apuntadas en la agenda a las que nunca quise acudir: se me olvidó lo que sólo guardaba en el bolso pero nunca quise llevar en el corazón.

Al mal tiempo...

Viernes, 9:00 de la mañana. Me asomo a la ventana y está nevando, qué bonito, pero... ¡Mierda, hoy tengo mi examen de conducir! Llamo a mi padre “¿Se puede conducir con nieve?” “Hombre, claro, despacito”.

Así que dejo a Lola tiritando de frío y despacito salgo de mi casa y llego a la autoescuela. El profesor, Juan, y otros dos alumnos, Victoria y Luis, salimos despacito hacia Alcalá de Henares. Despacito no vamos dando cuenta de que Madrid, además de precioso, está atascado, muy atascado. Despacito conduce Juan (nosotros no nos atrevemos) por la nieve y el hielo (explicando de vez en cuando la conducción de riesgo, que parece ser que le encanta) hasta llegar a Avenida de América. En ese momento son las 10:00, hemos tardado desde Ventas hasta aquí... una hora (igual vamos demasiado despacito). Tampoco se puede ir más deprisa, porque según escuchamos en la radio, todas las salidas y entradas a Madrid están paralizadas, así que paciencia, San Cucufato y a ver si llegamos...
Tres o cuatro ataques de risa después nos damos cuenta de que no vamos llegar ni de coña, que nos esperan unas cuantas horas de atasco y que reírnos un poco más es lo mejor que podemos hacer. Con esto se nos pasa el rato y, después de “qué si, qué no, qué yo que sé” nos dicen que no hay examen, que volvamos a Madrid, ¡qué no hay examen! ¿y no se les podía ocurrir antes a los de Tráfico? ¡qué volvamos! (ataque de risa) ¡pero si hemos tardado tres horas sólo hasta Canillejas! (¿unos 4 km?). Bueno, pues volvemos. Nos ha dado tiempo a hablar de la vida, del mus universitario de Luis, del viaje al pueblo de Victoria y su marido, del hijo de Juan que baila funk -o algo así-, a escuchar Rainbow, los 40 principales, cagarnos en la madre que parió a unos cuantos, bailar e incluso fantasear con las bolas de nieve que nos tiraríamos en ese momento... y todavía nos quedaban otras dos o tres horas hasta llegar a casa.
Nos duele la espalda, tenemos hambre, queremos ir al baño, ¡estamos hartos del coche! Parece que podemos coger la salida del Plenilunio (no he estado en mi vida, así que no sé donde cae, pero lejos de Alcalá seguro) y tomarnos un café. Con lo que no contaba era con el ataque de bolas de nieve que iba a sufrir en cuanto saliera del coche, ¡toma bolazo en toda la cara! Juan te vas a enterar, arsenal de bolas, ataque por la izquierda, derecha, ¡zas!, ups, ¡bola por la espalda! Victoria habla con su madre (debe ser la quinta vez que cuenta que no hemos hecho el examen) mientras la bombardean, Luis no se atreve a acercarse, pero pronto hacemos dos bandos y la lucha se vuelve encarnizada... (yo no doy ni una, pero me lo estoy pasando como una niña pequeña).
Reemprendemos el camino de vuelta a 5 por hora, así que yo me bajo de vez en cuando a pasear por la nieve, hacer un pequeño muñeco y mirar con cara de tonta a los niños, a los perros, a las parejas de enamorados y a toda esa gente que no ha llegado a trabajar, o no ha ido, o simplemente ha decidido dejarlo todo y dedicarse a disfrutar de la nieve como si no la hubieran visto en su vida.
El paisaje es precioso, tengo los calcetines mojados y la vida me parece un lugar absolutamente divertido. A las dos y algo llegamos a La Elipa, nos tomamos unas cañas y seguimos contando historias. Despacito subo a casa y decido que lo mejor que te puede pasar es lo que de hecho te pasa, incluso si no es lo que esperabas. ¡Feliz año!