He perdido la chistera, Lola

A veces pierdes cosas importantes... ideas, personas, papeles, la agenda, el tiempo, la bufanda... olvidas lo que no deberías olvidar, recuerdas lo que te duele, construyes un pasado que nunca fue, y a veces sólo a veces, lo único que cuenta no es lo que has dejado atrás, sino todo lo que queda por inventarse. Hoy no tengo ningún cuento en la chistera, Lola... Ni siquiera tengo chistera... Me la dejé olvidada en un andén de la línea seis...


Era domingo. Estaba mirando a un hombre mayor que, agarrado a un bastón, dejaba pasar un metro tras otro en el andén de enfrente. Canturreaba una canción que yo no podía oír, pero debía ser un tango de Gardel. Quizá aquella que mi madre cantaba subiendo alguna cuesta del pueblo algún verano: "Barrio, plateado por la luna, rumores de milongas son toda tu fortuna… Barrio, barrio, que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental…" Con el pie izquierdo el hombre llevaba el compás y en sus ojos grises, cubiertos por tupidas cejas canosas, se adivinaba el recuerdo de un ayer. En su pupila reconocí una silueta. Era de una mujer, llevaba un vestido rojo, hasta los tobillos, y una chistera baja como de cabaret. Un él mucho más joven bailaba con ella alrededor del iris, sin música, como en uno de esos quioscos de los parques, un día en que los músicos hubieran tomado vacaciones para ver el mar. Ella sonreía y él, torpe, le pisaba los zapatos a cada tres por cuatro. El gorrión sentimental les miraba apoyado en la baranda del quiosco, con el pío pío intranquilo de un pájaro que no sabe migrar.


De golpe llegó el invierno a sus pupilas y a su recuerdo, cuando una lágrima empañó los ojos del hombre de las cejas de nube, y en el quiosco del parque empezó entonces a llover. El gorrión que no sabía migrar fue empujado por una ráfaga de viento helado y se llevó consigo la chistera de la mujer del vestido rojo. Él se frotaba las manos sentado en el banco del anden, y no distinguió si era el viento de entonces o era el metro entrando rápido desde el túnel lo que derribó su bastón... Al agacharse a recogerlo, el hombre despertó del ensueño y caminó todo lo deprisa que pudo hacia el vagón. Entró un instante antes de que las puertas se cerraran, y mientras el metro desaparecía de nuevo en la oscuridad, su mirada gris se cruzó con la mía... El hombre de las cejas de nube me lanzó las imágenes de su vida como si sus ojos de siglos fueran el proyector de un cine antiguo.
En blanco y negro mudo veo entonces como camina deprisa por el mismo parque, con un paquete atado con cuerdas entre las manos. Luego ella lo abre y saca una tableta de chocolate. Otra imagen. Ella está sentada en un taburete de madera, en la cocina, pelando judías verdes mientras él la observa apoyado en el quicio de la puerta. Y otra. Ella aparece en lo alto de unas escaleras, en el hall de un teatro, él la espera abajo y se abrazan. Ella está sudando, sobre la cama, él sostiene a un niño entre los brazos. La mujer sonríe, en realidad sonríe siempre. Los dos miran por la ventana, nieva. Una niña corre por la playa, un cuento se cae desde el pupitre, un vaso de agua espera en la mesilla, un balón pinchado sobre el tejado, unos ojos verdes brillan en la oscuridad, una vía del tren, una mancha en la pared, un lápiz, un reloj, nada.

Otro instante y la llegada del metro en sentido contrario rompió en mil pedazos la imagen que el hombre de las cejas de nube proyectaba sobre mí. Desperté del ensueño y caminé todo lo deprisa que pude hacia el vagón. Entré un instante antes de que las puertas se cerraran, y mientras el metro desaparecía de nuevo en la oscuridad giré la cabeza y desde la ventanilla ví, apoyada sobre el banco donde yo había estado sentada, la chistera.

Un cuento

"Si yo no ardo esta noche, quién iluminará el mundo" (algún profesor)
Érase una vez un cuento que no quería ser cuento. Las palabras burbujeaban en los límites del papel, queriendo salir a encontrarse con metáforas y paralelismos; las letras empujaban desde las tapas del libro, aún en blanco, buscando un lugar donde colocarse para tener sentido. Los personajes del cuento, aún por encontrarse, vagaban solitarios entre las neuronas del escritor, sin objetivo ni conflictos, sin transformación ni revolución.
Y el cuento, sin más explicación, no quería existir. Prefería ser una historia probable, prefería ser un podría o un quizás, no quería ser nada para no definirse. A lo mejor ni siquiera sería un cuento, sino una novela, un poema, una canción o una obra de teatro. Pero el tiempo pasaba, y sus hojas de papel se humedecían con la lluvia, se manchaban de café, se arrugaban por las manos que buscaban un principio. Sus tapas se endurecían llenas de letras que no significaban, sus palabras estaban atascadas en un embudo sintáctico y semántico.
Los personajes se habían establecido alrededor de una hoguera en la cabeza del escritor, y allí mientras se calentaban las manos y cocinaban sopa en una lata, esperaban, esperaban, esperaban, esperaban...
Una noche de insomnio, en la que el escritor no podía dormir, un personaje abrió furtivamente un hueco entre el lóbulo parietal y el occipital, saltó de un brinco al papel en blanco y arañó con fuerza para que un par de palabras salieran de entre las páginas. Algunas letras se abrieron paso entonces entre las tapas ya ajadas y compusieron con ritmo desigual los sustantivos "melancolía" y "sombrero". El cuento que no quería ser se vió invadido por un sentimiento extraño, los personajes, las letras, las palabras... le obligaban a ser, a existir pese a su resistencia.
Al escritor, ajeno a todo esto, le sobrevino un repentino sueño y se acomodó entre los cojines del sofá. El personaje recorría las hojas en blanco, junto a la melancolía y el sombrero, que comenzaban a concretarse a sí mismos, siendo algo más que un objeto o un sentimiento; el personaje encontró un nombre, el sombrero se volvió de un color y la melancolía fue de una tierra lejana. El cuento estaba siendo, se dibujaba despacio pero firme sobre la nada, los personajes aparecían, las palabras se hilaban unas con otras construyendo el sentido de una historia, las letras bailaban alrededor del fuego como en una mágica noche de San Juan. Y, como el fuego, el cuento que no quería ser ardió sin poder evitarlo, quemó los sueños del escritor mientras dormía, convirtiéndose en ceniza a la mañana siguiente. Ese amanecer, áquel escritor escribió con su bolígrafo un cuento maravilloso, que ya no podía ser otra cosa que lo que era, que no pudo evitar convertirse en sí mismo, que, empujado por el algún destino, se definió para siempre jamás.