El miedo


Recuerdo el primer día que fuiste al circo. Había una cola enorme para entrar, así que te acerqué a un tiovivo y vimos cómo los demás niños daban vueltas y vueltas saludando a sus padres en cada una de ellas. Me pediste subir a un gatito burlón que subía y bajaba como los caballitos de siempre, los de mi infancia y no la tuya. Subiste, y a cada vuelta, agitabas la mano de un modo mecánico, un poco obligado por el ejemplo que acababas de ver, sin perder por eso la frescura en cada saludo sonriente. No me extrañaría que acabaras siendo actor; eras capaz de repetir la ilusión de descubrirme por primera vez incluso cuando llevabas diez vueltas. Yo te perdía en el tumulto de niños y sirenas de bombero para reencontrarte segundos después y volverte a perder, y a veces tenía la sensación de que no ibas a estar subido al gatito en una de las vueltas, que en alguno de esos giros del destino la máquina podía hacerte desaparecer como en las ilusiones del mago. En esos instantes el miedo recorría mis nervios y mi piel, apenas unos segundos temblorosos y fríos, apenas una imagen, apenas... y aún ahora, cuando extiendo esa imagen en el vacío siento el miedo.


Me sirve para saber que el miedo dura un instante. Empiezo a entender que no es más que una vuelta rápida, un giro inesperado, y que no puede durar porque paraliza, no puede vencer porque destruye las risas de los niños y los gatitos burlones, los coches de bomberos y los sueños. Ahora, siempre, cuando siento miedo me acuerdo de ese día en que te llevé al circo, tiemblo, tengo frío, después te veo encontrarme, te veo sonreír dormido en mi cintura, y sólo dejo al miedo que se quede un momento.

Cuando crezcas, espero que lo entiendas, espero que no le dejes al miedo más que un instante. Y después, lo lances lejos.

Reconstrucción

"Es el mejor momento, reconocer, sentir a veces tanto miedo, y entender que justamente ése es el gesto más valiente..."

Según un estudio que en 2005 publicó un científico de la universidad Karolinska de Estocolmo, las células del cuerpo se renuevan al completo cada diez años. Los glóbulos rojos viven 120 días, las células de la epidermis un par de semanas, y el esquelto de una persona es diferente cada diez años. Según este estudio, sólo las neuronas y algunas células de la musculatura del corazón duran hasta la muerte, las que duran... Estamos en permanente estado de reconstrucción, sin ser seres del todo, sino sólo creciendo, cambiando, evolucionando; y la vida imita al cuerpo, viviendo en un edificio que infinitas veces se derrumba para volver a construirse. Es métafora prestada, y no sólo por Deluxe la del momento en que hay que tirar unos cuantos pisos del edificio para volver a construirlos de nuevo. Si los cimientos son buenos, no importa cuántas veces arrastres los ladrillos por el suelo, que cada vez será más firme, o eso creemos...
A mí me parece real lo que decía este tal señor Frisen, porque mis huesos son como esos ladrillos; creo que no soy nada, sino que me voy siendo, poco a poco, como los besos de un reencuentro. El miedo es que me falte alguna parte del cuerpo, que no sea capaz de inventarme los brazos, las piernas, los sueños, las ideas, el saberme incompleta a ciencia cierta.
Y es cierto que incompleta estoy, porque cada mañana me voy construyendo, cada día despierto con una nueva piel, con un nuevo podría, con algún que otro deseo. Abro despacio el ojo y estoy viva, sé tengo un rostro porque me da la luz, y sé que tengo pecho porque late, y me abrazo los brazos para saber que puedo abrazar con ellos, y me tiro del pelo enganchado en la almohada, y estiro bien las piernas por si he crecido un poco, y me rasco la piel porque me pican todas las cosas viejas de los sueños. Incorporo a este yo y huelo, escucho y saboreo... y por un instante, no tengo la más remota idea de quién soy.
Así me lanzó al mundo con la duda, insegura segura, dormida, despierta, perdida y atenta, con el alma en un hilo por sí hoy no me encuentro. Me busco por el metro, escucho esa canción, y poco a poco empieza la reconstrucción. Si algún día despierto y entonces sé quién soy, eso sí me da miedo. Prefiero no saber, descubrirlo viviendo, tener siempre diez años como tienen mis huesos.

El sabor del agua de cebada


Yo no sé a qué sabe el agua de cebada. Pero casi puedo adivinarlo cuando mi madre me habla de aquellos años en que, viviendo en Alicante, la probó por primera vez: una bebida dulce del color de la coca-cola. Mi tía recuerda entonces el sabor de los helados de nata de Santander, que las dos comían en las colonias de verano, una nata densa y dulce de leche recién ordeñada. Y mi padre, que lleva 50 años buscando el sabor de una horchata que tomaba en Zamora cuando era pequeño. Le encanta pedir horchata en cualquier sitio, y no descansará hasta encontrar una que sepa como aquella de su infancia.
Mi abuela también vivió en Alicante, muchos años antes, después de la guerra, y recuerda el sabor de las naranjas que le daba la familia que la acogió, unas naranjas de hija única que eran sólo para ella… Nunca más volvió a ser hija única ni a comer naranjas. Volvió con su madre y todos sus hermanos a Madrid, y aquí fue donde comieron aquellas lentejas con hormigas en el campo que había en lo que ahora es Avenida de América. Cuando la conoció, mi abuelo le daba los curruscos de pan de la mili, y eran curruscos que abrazaban por las noches.
En mi familia no tenemos tierras, propiedades, empresas… ni nada que mis primos o yo vayamos a heredar. Pero de alguna forma hemos heredado estos sabores, estas vidas, y miles de historias maravillosas que empiezan en una comida, un ataque de risa entre calamar y calamar, pesados abrazos después de un cocido, peleas interminables por las torrijas de mi abuela, alguna discusión de sobremesa y muchos sueños de aperitivo.
Y aunque la horchata no me gusta demasiado, algún día tendré que ir a Zamora a buscarla, tendré que probar el agua de cebada y viajar al pueblo donde vivió mi abuela, comer curruscos de pan aunque prefiero la miga y, por qué no, cocinar unas buenas lentejas con hormigas en honor a esa posguerra que marcó la infancia de todos mis abuelos.

Y yo también dejaré mis sabores, claro, el de los lenguados con judías verdes durante tres largos años mientras mi madre estudiaba, el de la tortilla de patata que se cocina cuando uno está desencantado con el mundo, el de las papillas de galleta con zumo de naranja y plátano que me preparaba mi padre de merienda, y antes a él el suyo, y quizá antes a mi abuelo el suyo…
Supongo que no importa lo que nunca tendré ni hemos tenido (y además ya me voy a acostumbrando a ser "pobre" dada la profesión que elegí) porque gracias a ellos, tengo miles de sabores en herencia que dejaré a mis hijos. Que aproveche.