Yo no quiero vivir sin invierno

Hoy le contaba a Lola que cuando yo era pequeña, en mi colegio no estudiábamos religión católica (cosa que sólo he lamentado cuando de mayor estudié Historia del Arte y no me enteraba de quién era quién). O quizá podría decirse que las estudiábamos, las religiones, pero como lo que son: cuentos, leyendas, mitos, metáforas… En 4º de E.G.B mi profesor Dámaso, aquel hombre que hacía chistes del tipo: “no es lo mismo dos tazas de té que dos te-tazas”, a quién hace pocos meses me encontré en Chueca y me invitó a un café, aquel hombre curioso y culto, digo, nos enseñaba mitología griega en sus clases. Meses enteros pasamos conociendo a Zeus y su descendencia, lamentando la suerte de Prometeo e imaginando la belleza de Afrodita. Cuando ni siquiera sabía qué era un apóstol, me fasciné escuchando y dibujando las historias maravillosas que aquel pueblo había inventado para explicarse el mundo. Una de ellas es la historia de Perséfone, esa muchacha que un día, mientras recogía flores, fue raptada por el dios de los muertos, Hades, y a quién su madre buscó desesperada por todas partes sin hallarla, a causa de lo cual castigó a la tierra con la infertilidad más desoladora. Y el mundo no hubiese sido más mundo si Zeus no hubiese persuadido a Hades de que dejase marchar a la bella Perséfone, no sin que antes Hades la engañase para comer unas semillas malignas que la harían regresar inexorablemente a su lado. Finalmente Deméter, su madre, y el astuto dios de los muertos llegaron al acuerdo de que la joven pasaría dos cuartos de cada año con su madre y los dioses del cielo, y el resto con Hades, en el inframundo. Esa es la explicación griega de las estaciones, pues cuando Perséfone está lejos de su madre, bajo la tierra, ella se entristece y provoca el Otoño y el Invierno.


Foto; detalle de El rapto de Proserpina (la Perséfone de la mitología romana) de Bernini


En mi mitología romántico-emocional particular, el Invierno tiene una explicación propia, tan personal como la tristeza de Deméter. Es el tiempo de la reflexión, de la madurez, es cuando el corazón, que va más lento de lo normal, deja que nos guiemos con su pausado ritmo. Pero nada tiene que ver con la tristeza: este ha sido para mí el invierno de la nieve y la luz. El invierno de la nieve no sólo por que evidentemente ha nevado, sino por la nieve del olvido, como el viento, la nieve del des-recuerdo y la des-memoria, la nieve que vino para ocultar por fin lo que a nadie le hacía falta ver y descubrir al derretirse que lo esencial es invisible a los ojos. El invierno de la luz porque cada vez hay menos brillo ahí fuera pero más lámparas de gas aquí dentro, en un camarote cálido poblado de leones, mosquitos, ositos, gatos nocturnos y toda clase de animales de la mejor de las compañías.
Es el mejor de todos los inviernos,
alimentado por notas de colores en los bajos de una sala de conciertos,
por un viaje en tren al principio de los encuentros,
por un año nuevo que no quiso empezar en Enero,
por una cadena de besos entre vinos y cordero,
por la falta de desamor y el exceso de sonrisas,
por las ganas de correr a abrazarte sin prisas…

Es el mejor de todos los inviernos porque si en este instante se acabase, si Perséfone volviera de las entrañas de la tierra y ya nunca más tuviéramos estaciones, y el mundo entero se volviese loco de estabilidad, esta sonrisa etrusca (que no griega) que no deja de incordiarme por las noches se quedaría congelada para siempre, exclamando en su silencio lo feliz que me hacéis.
Menos mal que Deméter, aunque con tristeza, se inventó el Invierno (y gracias a Dámaso que me lo contó).